Adiós, Dictador
El año languidece y con él vamos en el camino a un futuro incierto. Este fue uno de sobresaltos y desencuentros que comenzó con el inclemente y despiadado gasolinazo, aquel que nos instaló en el patíbulo de la desesperanza. Gritos y sombrerazos, miradas de indignación y sentimientos de agravio pululaban por doquier en la patria desolada. El panorama nacional lucía desconcertante y lleno de retos aparentemente infranqueables. Hubo marchas, discursos y misivas, cual misiles, contra los sátrapas insensibles en el gobierno… y nada ocurrió, el tiempo pasó y la vida siguió su curso. No fuimos capaces de erradicar las prácticas insanas de la corrupción y la impunidad con que nos mantienen sometidos por débiles y pusilánimes. Sí, hay que decirlo con toda claridad: los mexicanos somos un pueblo que no ha sabido construir su destino y ha quedado sujeto al arbitrio de los poderes fácticos y los famélicos salarios mínimos. A la gran mayoría nos ganan la apatía y el desinterés egoísta por velar sólo por nuestros afanes y privilegios. El otro no cuenta, la otra es gente que no merece nuestra atención, ni nuestros esfuerzos. Somos patéticos, reprimidos y militarizados, pero aquí seguimos con mucha seguridad interior.
En el registro de los días ha quedado constancia de un devenir azaroso marcado por la abulia de los menesterosos y la ignominia de los poderosos. En el ámbito local hemos sido testigos de uno de los modos más protervos y oscuros de cuantos son y han sido en la efeméride política. Aquí los acontecimientos rayan en las linduras del fascismo de un personaje de la calaña de la historia universal de la infamia. En estos días se cierra un ciclo de desventuras y desencantos que nos confrontan con nuestras más acendradas maneras y costumbres al traducir la realidad, esa que aceptamos sin chistar y que hasta gozamos sin tapujos. Somos adoradores de la imposición y jamás dudamos en admitir y asumir la voluntad de quienes nos agravian incesantemente. Vivimos en el imperio de la bribonería y acatamos sin restricciones los designios de la insolencia y la estolidez. Salvo honrosas excepciones, muy poco queda del valor civil para enfrentar y contrarrestar los embates de la estulticia.
Temas y casos tenemos de sobra para comprender el papel de la ignorancia en la transformación del ego en burla. En los dos años recién transcurridos hemos visto cómo, en efecto, la ciudad capital jalisciense ha cambiado de manera efectista, que no efectiva, y mucho menos eficaz. Cada vez más y mejor observamos cómo hay más tráfico, menos calidad de vida, menos áreas verdes y más contaminación de toda índole. Los recursos transitan entre el dispendio inicuo aplicado a programas de arte frívolos e insustanciales y la gestión compensatoria que avaló el crimen urbanístico para solventarlo y hacerlo insoportable. Miramos con perplejidad cómo se malbarató el patrimonio municipal –ese que es de todos y que la autoridad cree que es suyo– para obsequiarlo de modo por demás insensato a empresarios voraces que lucran con los bienes comunes. Y qué decir de las tradiciones como las calandrias y de la cultura, con la Coca Cola en El Cabañas. Ya sin asombro, pero sí con estupor, dimos cuenta del atraco más vil y rastrero que compromete el desarrollo armónico de Guadalajara, en lo inmediato y en lo porvenir, a través de la aprobación de los planes irracionales que provienen de conceptos que se tergiversan para prolongar el caos y el rechinar de dientes. Este domingo se cierra un capítulo nefasto de un personaje nefando que nos tiene al borde del abismo y que no debemos permitir que llegue a donde aspira. Adiós, Dictador.