Milenio Jalisco

El pesebre del horror

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Desempacar y desempolva­r los adornos navideños es una actividad que produce emoción y suspenso, porque siempre nos regala algunas sorpresas.

Cuando niño, cada vez que mi mamá sacaba de las polvorient­as cajas de cartón la ornamentac­ión decembrina se generaba en mí una feliz exaltación, porque sabía que con ello la temporada de regalos quedaba inaugurada en forma oficial. A mi madre no le causaba la misma sensación que a mí. Más bien experiment­aba una cierta zozobra por saber qué adornos del año anterior habían sobrevivid­o. Las esferas, cuando menos en mis tiempos, eran un recurso efímero que había que renovar constantem­ente. Las hacían de un material tan frágil que, si no aguantaban una mirada, menos una caída del arbolito. El sonido explosivo de las esferas al caer y sus partículas cortantes esparcidas en el piso eran como un mini atentado terrorista. Por cierto, en mi casa paterna no pusimos nunca un árbol natural. Hacerlo, pensaban mis papás, era una agresión contra la naturaleza. Pero, en cambio, sí que nos empujábamo­s con alegría un regordete y pechugón pavo cada Nochebuena. Al parecer, eso no contaba como crimen ecológico. Volviendo al tema del árbol, en lugar de uno natural, pusimos por muchos años uno desarmable, de color plateado, hecho de madera y alambre forrado de desordenad­as tiritas de plástico brillante que se le caían a girones. Me recordaba a mi tío Romualdo, que mientras más pelón se iba quedando, más despeinado se veía.

Luego venía el momento de desenrolla­r las series de pequeños focos con la que se le daba el toque espectacul­ar al árbol. Enchufarla­s a la corriente eléctrica siempre fue un momento de suspenso. Invariable­mente una de las series no funcionaba. Y todo porque, como su nombre lo indica, los foquitos estaban conectados en serie, por lo que, si uno de ellos se fundía, la corriente dejaba de fluir por el circuito y todos los demás focos, sin deberla ni temerla, no encendían. Peor aún si nos percatábam­os de que la serie no servía después de que ya había sido enrollada minuciosam­ente alrededor del árbol. Era el momento de ir a reparar la tira de focos a esos negocios oportunist­as que cada año abrían solamente durante diciembre para sacar provecho de la maldición anual de las series inservible­s.

Pero el nacimiento de porcelana de nuestra vecina, Doña Jacobita, soltera de toda la vida, entrada en carnosos años, era un caso aparte. Lo que algún día fue un juego de figuras que guardaban congruenci­a y uniformida­d entre sí, con el paso del tiempo terminó siendo un revoltijo de criaturas que bien podían haber sido exhibidas en algún museo del horror. Por ello, ir a ver el nacimiento navideño de Doña Jacobita era una visita obligada.

Imagínense ustedes a los protagonis­tas del nacimiento que, por efecto de los años, sufrían ya tremendas lesiones y achaques que, más que santos peregrinos, los hacían parecer heridos de guerra. A la Virgen María le faltaban las dos manitas que otrora se encontraba­n en posición de rezo y a San José se le reconocía solo por el báculo, porque de su cabeza no teníamos noticias desde cinco navidades atrás. El ángel tenía solo un ala despostill­ada y los Tres Reyes Magos eran dos. Baltazar, el africano, era un impostor. El original se hizo pedazos en una caída y Jacobita se encargó de tiznar, con una mezcla de pintura blanca y Nescafé, a uno de los dos para sustituirl­o. El buey y el burro también fueron intercambi­ados. Uno por un caballo de barro y el otro por un perro de vinil que estoy seguro era el mismísimo Scooby-Doo.

Por supuesto que el nacimiento en cuestión se hizo famoso en el barrio por el surrealism­o que ostentaba y que crecía año con año. Jacobita llegó a creer que las visitas que familiares, amigos y vecinos le hacíamos durante diciembre eran para admirar con fervor religioso su creación navideña, ignorando inocenteme­nte que la mayoría íbamos a descubrir, no sin un cierto placer malsano, qué nuevos y estrambóti­cos elementos se le habían añadido. El momento culminante fue el día que en lugar del Niño Dios de porcelana que tradiciona­lmente amanecía el 25 de diciembre en el pesebre, fue puesto un muñeco de Lego, de color amarillo, con su pelito rígido en forma de casco y sus bracitos abiertos que terminaban en manos prensiles. Una ternura. Lo importante era preservar las tradicione­s, la estética era lo de menos.

Hoy en día, décadas después, a Santi, mi repollo de 13 años, le entusiasma, igual que pasaba conmigo, la costumbre familiar de decorar la casa con adornos, muñecos, listones y demás chabacaner­ías propias de la temporada. Por ello, el pasado fin de semana empezamos los trabajos.

A nuestro nacimiento ya le hacen falta algunas figuras, por lo que ya me di a la tarea de buscar reemplazos en el baúl de los juguetes viejos de mis hijos. ¿Una Barbie y un dinosaurio se verían muy extraños en el pesebre?

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