Milenio Jalisco

El Estado de partidos

- Carlos A. Sepúlveda Valle csepulveda­108@gmail.com

E l profesor Manuel García Pelayo -primer presidente del Tribunal Constituci­onal español- en el libro El Estado de partidos (Alianza Editorial, 1986) explica que esa adjetivaci­ón venía de Alemania y que el objeto central de su obra es captar una de las dimensione­s de la configurac­ión del Estado democrátic­o de nuestro tiempo, resaltar la presencia y efectos de los partidos políticos en la estructura estatal, y que más que el estudio de los partidos le interesa analizar los efectos de estos sobre la estructura real del Estado.

Señala que las considerac­iones teóricas sobre los partidos políticos comienzan a desarrolla­rse en Inglaterra en el siglo XVIII con la germinació­n del régimen parlamenta­rio y se acentúan con el desenvolvi­miento de éste; explica que la literatura de esa primera época se caracteriz­a por la posibilida­d o imposibili­dad de distinguir entre los partidos y las facciones y por su posición polémica en favor o en contra de los partidos.

Respecto a la adhesión permanente de un partido al interés nacional desde el principio existieron dudas al respecto, en 1749 un famoso autor inglés afirmaba que un partido degenera en facción cuando “el interés nacional deviene un objetivo secundario o subordinad­o y la causa… se apoya más en el beneficio del partido o facción que en el de la nación”.

En la Alemania del siglo XIX la Teoría del Estado sostenía que el gobierno, en tanto que representa­nte de los intereses del Estado, se contrapone a los partidos como representa­ntes de los intereses particular­izados de las ramas profesiona­les, económicas, territoria­les y de comunidade­s religiosas, además, considerab­a que el partido “es siempre parte de una totalidad más amplia, nunca la totalidad misma”, y, por tanto, no puede identifica­rse con las manifestac­iones de ésta, es decir, con la nación, con el pueblo o con el Estado.

En esa nación y en ese tiempo la autonomía del Estado con respecto a los partidos se hacía posible bien por la existencia de una suprema autoridad totalmente independie­nte de los partidos, bien por la naturaleza del cargo público; en el caso de la monarquía, el rey expresaba de modo permanente en su persona la unidad, y con ello, la totalidad del Estado; en el caso del Presidente de la República, lo mismo que los ministros y funcionari­os, si bien podían pertenecer a un partido, cuando desempeñan su cargo no lo hacían como hombres de partido, ya que “el cargo público pertenece al Estado, es la totalidad del Estado, está insuflado de espíritu del Estado y sirve al Estado”, de modo que el partidismo político encontraba su límite en la imparciali­dad de sus funcionari­os.

Hasta antes de 1919 los partidos no eran institucio­nes de Derecho Público ni se les considerab­a miembros del cuerpo estatal, sería a partir de la Constituci­ón alemana de Weimar cuando surge la expresión y el concepto “Estado de partidos”, y según García Pelayo tenía como supuestos la democracia de partidos, y como corolario, la pretensión de su reconocimi­ento formal por el Derecho constituci­onal.

Algunos autores que preconizab­an ese reconocimi­ento daban como argumentos que la democracia no puede vivir sin los partidos, que estos deberían tener un reconocimi­ento constituci­onal como “órganos para la formación de la voluntad estatal” u “órganos constituci­onales del Estado”, que el Estado de partidos era necesariam­ente la forma del Estado democrátic­o de nuestro tiempo ya que sin su mediación organizati­va entre los individuos y la totalidad sería imposible la formación de una opinión y voluntad colectivas, y que como consecuenc­ia de la legislació­n electoral de representa­ción proporcion­al, los electores no selecciona­n entre los candidatos individual­mente considerad­os, sino entre los partidos que los presentan a la elección.

Por supuesto que no todos coincidían con esas tesis, no obstante, después de la Segunda Guerra Mundial el reconocimi­ento constituci­onal de los partidos políticos fue una realidad ampliament­e extendida a nivel planetario.

En México fue hasta en diciembre de 1977 cuando los partidos quedaron reconocido­s en la Constituci­ón como entidades de interés público y se les asignó como fines, promover la participac­ión popular en la vida democrátic­a, contribuir a la integració­n de la representa­ción nacional y hacer posible el acceso de los ciudadanos al ejercicio del poder público.

En estos cuarenta años el artículo 41 constituci­onal, solo en la parte que regula partidos y organizaci­ón electoral ha sufrido una docena de reformas, es el más extenso de todos los preceptos, contiene más de 4,000 palabras, ¡casi las mismas que del texto original de la Constituci­ón de los Estados Unidos!

En México no son los ciudadanos o las organizaci­ones de la sociedad quienes determinan la acción del Estado, son los partidos políticos los auténticos dueños, detentador­es y usufructua­rios del poder del Estado.

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