Milenio Jalisco

Los espejos enrejados

- XAVIER VELASCO

Comúnmente, la suegra ve más lejos de lo que los fodongos suponemos, pero se sabe dueña de su silencio. De cuando en cuando, a mis padres les daba por ir a buscar casa. No entendía yo entonces la insistenci­a de mi mamá en conocer no nada más pasillos, estancias, terrazas, rincones y recámaras del domicilio, sino en particular los cuartos de servicio. Un día me lo explicó, con las cejas alzadas y un pícaro susurro: “Para saber con quién estoy tratando”.

Sabemos qué tan limpia está una casa si miramos debajo del tapete. ¿Cómo va a impresiona­rme el brillo de cortinas y candelabro­s, cuando he visto que abajo del sillón bulle un maracatú de cucarachas? Puede que no sea justo, pero es la podredumbr­e lo que nos retrata. Por eso la escondemos, a la manera de una fosa séptica que esperamos en Dios no acabe de llenarse. Lo que no ve la suegra, mientras tanto, no existe. ¿Será que la señora tiene tan mal olfato?

Hace ya tiempo, en estas mismas páginas, apareció una saga de noticias en torno a la prisión de alta seguridad que ya funciona atrás del Reclusorio Norte. Una cárcel insólita, no porque tenga nada de especial sino porque, ver para creer, opera como auténtico centro penitencia­rio. En principio, y esto es lo más extraño, se prohíbe delinquir. No es que no sea posible, por supuesto, sino que cuando menos resulta más difícil que en la calle. Y otra novedad: ya no es obligatori­o, como ocurre de tiempo inmemorial en la gran mayoría de nuestros penales, impresenta­bles por definición.

¿Qué esperar de una cárcel con autogobier­no sino el imperio mismo de la podredumbr­e? ¿Qué pensaríamo­s de un centro de rehabilita­ción administra­do por los mismos drogadicto­s? ¿Será normal, o así nos lo parece, que todavía hoy los reos ejecuten chantajes telefónico­s en la comodidad de su crujía? Mal puede el recién preso presumir que ha ido a dar a las manos de la ley, cuando por cuenta de ésta es vasallo del hampa y a nadie más habrá de rendir cuentas.

Se dice, un poco en broma, que solamente quien ya estuvo en la cárcel puede jactarse de conocer la ciudad. No es un tema turístico, sin duda. Cada prisión es a su modo espejo del mundo que la nutre. De cuando en cuando, un nuevo reportaje saca a balcón los mismos viejos

¿Qué pensaríamo­s de un centro de rehabilita­ción administra­do por los mismos drogadicto­s? ¿Será normal, o así nos lo parece, que todavía hoy los reos ejecuten chantajes telefónico­s en la comodidad de su crujía?

vicios, pero esas cosas nadie quiere verlas. Por eso nunca dejan de ocurrir y uno, que echa la mugre debajo del tapete, las da por habituales o forzosas, antes que preguntars­e por cierta pestilenci­a pública y notoria.

Me recuerdo leyendo con azoro aquellos reportajes que en un mundo normal deberían parecer aburridísi­mos. La idea de una cárcel donde el reo no pueda delinquir, ni mucho menos sea esto la regla, peca un poco de exótica de este lado del globo. Que trabaje por regla y se gane un salario, que pueda comer bien y no tenga dinero en efectivo, que aprenda disciplina y obediencia, todo eso suena a chiste para quien va a la cárcel y ha de cumplir las reglas nunca escritas de los facineroso­s que la administra­n.

Tal parece que varios de los internos de la nueva cárcel, elegidos con lupa entre los

¿Qué esperar de una cárcel con autogobier­no sino el imperio mismo de la podredumbr­e?

más temibles, no están del todo a gusto en su nueva morada, pese a que ésta ha aprobado una lista exhaustiva de estándares internacio­nales, sujetos a un programa de monitoreo. Sus derechos humanos, por lo visto en juzgados, no han sufrido el menor menoscabo, pero sus privilegio­s han sufrido recortes inauditos. Vamos, se sienten presos. Vigilados. Coartados. Sometidos. Les falta intimidad y margen de maniobra. Nadie les advirtió que de eso se trataba la sentencia.

Son raras las ciudades que merecen sus cárceles, tanto como las cárceles donde la ley impera en realidad. En un mundo menos enrevesado, el alcalde de una ciudad moderna tendría que mostrarse aún más orgulloso de sus cárceles que de sus monumentos. ¿O es que de éstos se espera disciplina, eficiencia y rectitud? Ya sé que es muy normal que cada reclusorio funcione como un parque temático del crimen, pero si me acostumbro a verlo así tendré un día que dar por cosa cotidiana las secuelas sangrienta­s de ese despropósi­to.

Me pongo en el lugar de un convicto inocente, como hay tantos, o incluso en el del primodelin­cuente, y elijo sin chistar la cárcel modelo, donde no necesito convertirm­e en maleante para sobrevivir ni he de pagar tributo a la gentuza para que se me trate como persona. Ignoro cuánto cueste o cuánto tiempo tome una transforma­ción de este calibre, pero me queda viva la sospecha de habitar un castillo con el caño podrido y un muladar por zona de servicio. Con la pena, esa mugre no cabe debajo del tapete.

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JAVIER RÍOS Reclusorio Varonil Preventivo Oriente.
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