La desconfianza en el saber
En el suplemento Laberinto de MILENIO el poeta Julio Hubbard se lamentaba ayer (“Nuevos mapas del contagio”) de los tiempos actuales en que cada uno puede construir su propia versión de la verdad: “Así como hay posverdad, igual han de existir un postsaber y una postignorancia”.
Se duele asimismo de los efectos de este relativismo tonto está causando daños objetivos, palpables, en el mundo real: menciona a quienes reniegan de la explicación darwiniana que nos permite entender racionalmente la asombrosa evolución y adaptación de los seres vivos, para sustituirla por la creencia simplona en un creador todopoderoso, o la recientemente popular, y bastante más absurda, creencia en que nuestro planeta es un disco plano rodeado por una inmensa pared de hielo, y que toda la evidencia de que es un esferoide es producto de una conspiración mundial orquestada por la NASA. (Yo añadiría a quienes, con el orate Trump a la cabeza, reniegan de la realidad del cambio climático producto del calentamiento global.) Pero, sobre todo, reniega de quienes, por seguir la moda absurda de creer que “las vacunas causan autismo y reducen el desarrollo cerebral” (entre otras muchas sandeces, respaldadas, cómo no, por su respectiva teoría conspiratoria), dejan de vacunar a sus hijos. Se alarma del resurgimiento en muchos países más avanzados, que es donde también están en auge estas creencias absurdas, de enfermedades ya casi desaparecidas: sarampión, paperas, poliomielitis. Y señala algo vital: las vacunas no son solo asunto de salud individual, sino señal de “respeto por los demás; el reconocimiento básico y elemental de que nuestro propio cuerpo está conectado con los otros”. Se refiere, claro, al fenómeno de la inmunidad de grupo: las vacunas no protegen a cada individuo por igual, y hay personas que por diversas razones de salud o de otra índole no pueden vacunarse. Aún así, el hecho de estar rodeados de personas que sí estén vacunadas los protege. Pero si el porcentaje de personas vacunadas en una población baja de cierto nivel (que no es muy bajo, por cierto), la enfermedad tiene las puertas abiertas para producir un brote epidémico.
Ya está sucediendo. Incluso en México. Usted mismo, que lee esto, ¿a cuántas personas conoce directamente que hayan dicho “yo no voy a vacunar a mis hijos”? La probabilidad de que sea al menos una es cada día más alta.
¿A qué obedece esta crisis —que es global— de la credibilidad del conocimiento no solo científico, sino general; esta desconfianza en la autoridad intelectual? No lo sé. Quizá tenga un componente generacional: el surgimiento de la generación millennial, producto del cambio cultural (computación, comunicaciones, internet, redes sociales, declive de la lectura, deterioro de los sistemas educativos, sobre todo de las habilidades matemáticas y de lectoescritura —como lo muestran las pruebas PISA y similares, año con año). En particular, creo que no fomentar la construcción de una cultura científica mínima en cada ciudadano, desde la primaria en adelante, así como en el hogar, es parte de un problema que sí, es eterno, pero que hoy se agudiza.
Como sociedad, como sociedades, no nos hemos tomado en serio lo que está pasando. Las consecuencias ya se nos vienen encima. Más vale que vayamos pensando qué hacer.