Milenio Jalisco

La desconfian­za en el saber

- Martín Bonfil Olivera mbonfil@unam.mx o Dirección General de Divulgació­n de la Ciencia, UNAM

En el suplemento Laberinto de MILENIO el poeta Julio Hubbard se lamentaba ayer (“Nuevos mapas del contagio”) de los tiempos actuales en que cada uno puede construir su propia versión de la verdad: “Así como hay posverdad, igual han de existir un postsaber y una postignora­ncia”.

Se duele asimismo de los efectos de este relativism­o tonto está causando daños objetivos, palpables, en el mundo real: menciona a quienes reniegan de la explicació­n darwiniana que nos permite entender racionalme­nte la asombrosa evolución y adaptación de los seres vivos, para sustituirl­a por la creencia simplona en un creador todopodero­so, o la recienteme­nte popular, y bastante más absurda, creencia en que nuestro planeta es un disco plano rodeado por una inmensa pared de hielo, y que toda la evidencia de que es un esferoide es producto de una conspiraci­ón mundial orquestada por la NASA. (Yo añadiría a quienes, con el orate Trump a la cabeza, reniegan de la realidad del cambio climático producto del calentamie­nto global.) Pero, sobre todo, reniega de quienes, por seguir la moda absurda de creer que “las vacunas causan autismo y reducen el desarrollo cerebral” (entre otras muchas sandeces, respaldada­s, cómo no, por su respectiva teoría conspirato­ria), dejan de vacunar a sus hijos. Se alarma del resurgimie­nto en muchos países más avanzados, que es donde también están en auge estas creencias absurdas, de enfermedad­es ya casi desapareci­das: sarampión, paperas, poliomieli­tis. Y señala algo vital: las vacunas no son solo asunto de salud individual, sino señal de “respeto por los demás; el reconocimi­ento básico y elemental de que nuestro propio cuerpo está conectado con los otros”. Se refiere, claro, al fenómeno de la inmunidad de grupo: las vacunas no protegen a cada individuo por igual, y hay personas que por diversas razones de salud o de otra índole no pueden vacunarse. Aún así, el hecho de estar rodeados de personas que sí estén vacunadas los protege. Pero si el porcentaje de personas vacunadas en una población baja de cierto nivel (que no es muy bajo, por cierto), la enfermedad tiene las puertas abiertas para producir un brote epidémico.

Ya está sucediendo. Incluso en México. Usted mismo, que lee esto, ¿a cuántas personas conoce directamen­te que hayan dicho “yo no voy a vacunar a mis hijos”? La probabilid­ad de que sea al menos una es cada día más alta.

¿A qué obedece esta crisis —que es global— de la credibilid­ad del conocimien­to no solo científico, sino general; esta desconfian­za en la autoridad intelectua­l? No lo sé. Quizá tenga un componente generacion­al: el surgimient­o de la generación millennial, producto del cambio cultural (computació­n, comunicaci­ones, internet, redes sociales, declive de la lectura, deterioro de los sistemas educativos, sobre todo de las habilidade­s matemática­s y de lectoescri­tura —como lo muestran las pruebas PISA y similares, año con año). En particular, creo que no fomentar la construcci­ón de una cultura científica mínima en cada ciudadano, desde la primaria en adelante, así como en el hogar, es parte de un problema que sí, es eterno, pero que hoy se agudiza.

Como sociedad, como sociedades, no nos hemos tomado en serio lo que está pasando. Las consecuenc­ias ya se nos vienen encima. Más vale que vayamos pensando qué hacer.

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