Dejarlo todo
Hace no muchos años tardábamos bastante tiempo en enterarnos de lo que sucedía en otras partes del mundo. Hoy podemos saber todo lo que acontece casi al instante; sin embargo, hay ocasiones que a pesar de estar enterados somos relativamente indiferentes a la información. Supongo que, de cierta forma, es un mecanismo de defensa para no vivir eternamente deprimidos. Hace unos días el diario ABC publicó una nota sobre la crisis en la frontera de Colombia y Venezuela. Cito textual: “Pero el éxodo de venezolanos, que se ha disparado en el último año, está desbordando a las autoridades colombianas ante la necesidad de gestionar la llegada de cientos de miles de personas procedentes del país vecino que huyen de la miseria, la escasez de alimentos y la falta de medicinas, además de la persecución política, que sufren bajo el régimen de Nicolás Maduro”.
El éxodo no se lleva a cabo solo en la frontera. Esta es la historia Juan y María (no son sus verdaderos nombres), padres de un amigo venezolano. María tiene 79 años, llegó a Venezuela a los 12 años junto con sus padres y desde entonces es su patria. En ese país que ama conoció y se enamoró de su marido; ahí nacieron y se criaron sus hijos e hizo amigos entrañables; sin embargo, hoy está empacando para marcharse. Juan, su marido, tiene ya 91 años y requiere de medicamentos que son prácticamente imposibles de encontrar. Hace poco tuvo una infección y no encontraban antibióticos en ninguna de las farmacias de Caracas. La fiebre subía peligrosamente, pero afortunadamente un amigo de sus hijos viajaba para allá y pudo llevárselos. Cuando se los entregaron lloró de emoción y de tristeza a la vez porque entendió que, finalmente, era hora de marcharse y dejarlo todo.
Hasta entonces, María se había negado a los ruegos de su hijo, que vive en el extranjero, que fueran a vivir con él. Le dolía dejar la casa que había sido su hogar durante 55 años, su país, amigos, todo, pero la salud va primero. Además, con sus hijos viviendo fuera y a su edad, cada vez le pesa más tener que ir al supermercado todos los días a ver qué hay o tener que conseguir en el mercado negro harina o arroz. “Del azúcar —dice María— nos olvidamos hace mucho tiempo”. Es difícil encontrarla hasta con los bachaqueros, quienes se forman desde la madrugada para conseguir los artículos de precio regulado —como es el azúcar— para revenderlos. Muchos venezolanos se dedican al bachaqueo, ya que es difícil conseguir empleos. La escasez ha hecho que la gente realice tareas que en otros tiempos eran impensables, en especial para un país con grandes reservas de petróleo: hay quienes todos los días se meten en las cloacas en busca de algo que puedan vender, como un anillo, algo de metal o, con suerte, alguna moneda. Otros hurgan en los botes de basura buscando algo que comer.
La inseguridad crece a pasos agigantados. Ni hablar de las reuniones por la tarde en casa de amigos. Las calles están desiertas por la noche. El miedo a que te asalten es mayor que las ganas de pasar un buen rato. Además, buena parte de sus amigos se han marchado ya. María nunca pensó en abandonar el país que le ha dado tanto, pero se agotaron sus opciones. Su hijo tiene razón, en la desesperación, hasta la gente más buena puede cometer un crimen. Él la alienta diciéndole que su partida es temporal, que volverá en un tiempo. María quiere creerlo, pero en el fondo teme que quizá no le alcance la vida para ver a Venezuela florecer. La realidad le dice otra cosa: la dieta de Maduro ha obligado a 70 por ciento de los venezolanos a perder peso, más de 280 mil niños padecen desnutrición. Están librando una guerra contra el hambre.
Venezuela enfrenta una crisis humanitaria, que no fue causada por un desastre natural sino por políticas desastrosas. La negativa de Maduro a declararla frena a Naciones Unidas (y a otros países) a brindar apoyo a los necesitados. ¿Hasta cuándo?