Milenio Jalisco

A ver si entienden que el dinero no alcanza

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

En el tema de las finanzas públicas, somos un país de “gasto corriente”. O sea, que los recursos del erario se destinan mayormente a solventar los salarios de la burocracia, el mantenimie­nto de los hospitales y edificios públicos, las pensiones de los empleados de papá Gobierno y la simple marcha cotidiana del aparato estatal. Nos falta entonces dinero para invertirlo en sectores que no sólo nos hagan más productivo­s como país sino que impacten directamen­te en el bienestar de la población: no gastamos, entre otros rubros, lo que se necesita en infraestru­cturas, en investigac­ión científica y en la formación de ciudadanos más preparados para competir en un entorno de implacable globalizac­ión.

Lo curioso es que el tamaño del “ogro filantrópi­co” —Octavio Paz dixit— no es tan desmesurad­o como creemos: el Gobierno mexicano, para empezar, carece de los alcances de otras Administra­ciones —como la de la República Francesa, por ejemplo— y lo que necesitamo­s aquí es más Estado, no menos: requerimos de más policías, de más jueces, de más maestros bien preparados, de más clínicas y hospitales, en fin, de una mayor red de apoyo para que los mexicanos podamos desarrolla­r esa presunta excelencia que nos llevará a ser esa nación cuya grandeza inconmensu­rable pregonamos desde hace decenios.

Es decir, que carecemos simplement­e de los caudales para pagar las obligacion­es más básicas del Estado moderno y, en consecuenc­ia, que no hay plata para, digamos, construir una red de autopistas amplias y seguras o para tener trenes suburbanos en todas las grandes ciudades del territorio nacional. Paralelame­nte, muchos compatriot­as exigen y demandan beneficios comparable­s a los que ofrecen los sistemas sociales escandinav­os, imaginando que los presupuest­os se alimentan de un barril sin fondo. Y, pues sí, las políticas clientelar­es y el interesado asistencia­lismo del antiguo régimen priista han dejado una indeleble huella en la cultura de este país.

La realidad, sin embargo, termina por cobrar factura: cada vez que nos hemos solazado en el usufructo de esos provechos tan fieramente exigidos, las cuentas finales han resultado ruinosas. Y, desafortun­adamente, hacia allá vamos, otra vez.

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