A ver si entienden que el dinero no alcanza
En el tema de las finanzas públicas, somos un país de “gasto corriente”. O sea, que los recursos del erario se destinan mayormente a solventar los salarios de la burocracia, el mantenimiento de los hospitales y edificios públicos, las pensiones de los empleados de papá Gobierno y la simple marcha cotidiana del aparato estatal. Nos falta entonces dinero para invertirlo en sectores que no sólo nos hagan más productivos como país sino que impacten directamente en el bienestar de la población: no gastamos, entre otros rubros, lo que se necesita en infraestructuras, en investigación científica y en la formación de ciudadanos más preparados para competir en un entorno de implacable globalización.
Lo curioso es que el tamaño del “ogro filantrópico” —Octavio Paz dixit— no es tan desmesurado como creemos: el Gobierno mexicano, para empezar, carece de los alcances de otras Administraciones —como la de la República Francesa, por ejemplo— y lo que necesitamos aquí es más Estado, no menos: requerimos de más policías, de más jueces, de más maestros bien preparados, de más clínicas y hospitales, en fin, de una mayor red de apoyo para que los mexicanos podamos desarrollar esa presunta excelencia que nos llevará a ser esa nación cuya grandeza inconmensurable pregonamos desde hace decenios.
Es decir, que carecemos simplemente de los caudales para pagar las obligaciones más básicas del Estado moderno y, en consecuencia, que no hay plata para, digamos, construir una red de autopistas amplias y seguras o para tener trenes suburbanos en todas las grandes ciudades del territorio nacional. Paralelamente, muchos compatriotas exigen y demandan beneficios comparables a los que ofrecen los sistemas sociales escandinavos, imaginando que los presupuestos se alimentan de un barril sin fondo. Y, pues sí, las políticas clientelares y el interesado asistencialismo del antiguo régimen priista han dejado una indeleble huella en la cultura de este país.
La realidad, sin embargo, termina por cobrar factura: cada vez que nos hemos solazado en el usufructo de esos provechos tan fieramente exigidos, las cuentas finales han resultado ruinosas. Y, desafortunadamente, hacia allá vamos, otra vez.