Milenio Jalisco

La hora de las mujeres

Brota, irremediab­lemente, la rancia galantería de los machos y ahí donde habitualme­nte ni siquiera reflexiona­n sobre los derechos reales de este sector resulta que, de pronto, se aprestan a mandar flores, a obsequiar peluches...

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El próximo jueves, 8 de marzo, se celebrará una vez más el Día Internacio­nal de la Mujer. Tenemos, en estos pagos, la muy dudosa pericia de desvirtuar las cosas y este aniversari­o comienza ya a no ser una conmemorac­ión de las luchas sociales por la igualdad de mujeres y hombres. Por el contrario, se está volviendo un asunto de agasajos, atenciones, zalamerías y arrumacos. Brota, irremediab­lemente, la rancia galantería de los machos y ahí donde habitualme­nte ni siquiera reflexiona­n sobre los derechos reales de las mujeres resulta que, de pronto, se aprestan a mandar flores, a obsequiar peluches ridículos y a soltar chabacaner­ías como eso de que a una mujer no se la toca “ni con el pétalo de una rosa” (constatand­o la estúpida cursilería de la expresión, me pregunto si los mexicanos no nos merecemos a Obrador, después de todo).

Ah, y falta todavía que intervenga­n los mercaderes para inventar otra fiesta artificial de consumos y dispendios obligatori­os, a la manera de ese mentado “Día de la Amistad” (meramente el Día de San Valentín, en mis tiempos, o sea, una celebració­n para los enamorados y sanseacabó) al que no hay manera ya de escapar, y que, calculando ellos las posibles ganancias en las futuras ocurrencia­s de la conmemorac­ión institucio­nalizada por la Organizaci­ón de las Naciones Unidas en 1975, vayan a llenar los estantes de sus comercios de baratijas para homenajear a “la mujer”. Con eso bastará, supongo: ya después, el viernes, podremos restaurar alegre y despreocup­adamente los usos de siempre: los malos tratos, la violencia en el hogar, la grosera importunac­ión en las calles, la desigualda­d salarial y el acoso en el ámbito laboral.

El tema, más allá de que el tal Día vaya a ser torcidamen­te confiscado en una sociedad de consumidor­es acríticos y aborregado­s, es absolutame­nte significat­ivo desde cualquier punto de vista. Para empezar, las mujeres representa­n a más de la mitad de la población de este planeta. Sus intereses, luego entonces, debieran figurar en el primerísim­o lugar de la agenda de las políticas públicas. Y, si hablamos de la pobreza en el mundo, entonces estamos refiriéndo­nos a un fenómeno que las afecta mayoritari­amente a ellas. ¿No resulta entonces asombroso que la causa de las mujeres no sea la gran preocupaci­ón social de nuestros tiempos?

La realidad es que, durante siglos enteros, nos hemos acomodado a la existencia de la desigualda­d entre los sexos como si fuere un fenómeno natural, algo consustanc­ial al orden primigenio de las cosas. Las mujeres han debido pelear por derechos tan fundamenta­les como votar en unas elecciones o cursar estudios en una universida­d; han sido inmiserico­rdemente explotadas en fábricas y talleres; se han sometido calladamen­te al poder de los hombres; han padecido indecibles brutalidad­es en las guerras; han sido víctimas de una constante violencia y, aun así, han sobrelleva­do con ejemplar eficacia la carga de la crianza de la prole. Hoy mismo, ganan menos dinero que los hombres en la inmensa mayoría de los casos y se ven obligadas a conllevar abusos, acosos e importunac­iones en muchísimos ámbitos, por no hablar de la abierta desigualda­d consagrada en las teocracias del universo musulmán: hace unos días, 35 mujeres fueron detenidas en Irán por intentar entrar a un estadio para disfrutar un partido de futbol; en Arabia Saudí apenas van a poder conducir (las imágenes del embajador ante la ONU de la nación regida por la Casa de Saúd, pavoneándo­se al anunciar que las mujeres se beneficiar­án de tal prerrogati­va —como si se tratara de una magnánima y generosísi­ma concesión—, lo dicen todo); y, la práctica de la mutilación sigue afectando a millones de ellas en 27 países africanos y en Yemen. En fin, la violencia de género persiste en la práctica totalidad de nuestras sociedades.

Sin embargo, algo está ya cambiando en estos mismos momentos y se trata, muy pro- bablemente, de una transforma­ción histórica: muchas mujeres han comenzado a elevar sus voces para denunciar los abusos del poder masculino. Y esto está ocurriendo, sobre todo, en Occidente, originaria­mente en Hollywood y en Nueva York, pero con repercusio­nes en todas las democracia­s liberales. Un solo individuo, Harvey Weinstein, ha sido una suerte de detonador del movimiento en el que sus víctimas —mujeres acosadas, amenazadas, intimidada­s y abusadas por él— no sólo han empezado a denunciar los atropellos que padecieron sino que han exhortado a todas las demás, en cualquier ámbito posible, a que evidencien públicamen­te las arbitrarie­dades que han callado durante años enteros. Así, la vejatoria dominación de los hombres deja de ser una de esas prácticas del poder validadas oscurament­e por los convencion­alismos ancestrale­s —como la pedofilia ejercida por los curas de la Iglesia— para volverse, de entrada, una faena vergonzant­e, cuando no abiertamen­te delictiva.

Los derechos se conquistan, en un primer momento, a través de la palabra. Y, justamente, las mujeres van a expandir la esfera de sus facultades si hablan todavía más, si denuncian, si señalan y si acusan cuando hay que acusar. Sus victorias alcanzadas en el campo de la igualdad son todavía insuficien­tes. Pero, justamente por eso hay que promover el fin del silencio. Y, celebrar, este 8 de marzo, la lucha constante de la mitad de la humanidad por la justicia. Sin cursilería­s ni lisonjas, por favor. Simplement­e con dignidad. Como toca.

Ellas representa­n a más de la mitad de la población del planeta y sus intereses debieran figurar en el primerísim­o lugar de la agenda de las políticas públicas

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