Milenio Jalisco

Leyendo a James Merrill en el paraíso perdido

ENSAYO El libro de Efraín es una novela en verso en la que el escritor neoyorquin­o, nacido en 1922 y fallecido en 1995, traza una travesía a la manera de Dante

- Luis Armenta Malpica/Guadalajar­a

Todo gran libro de poemas nos conduce al infierno. Eso lo alcanza del brazo de Inger Christense­n, la autora de Alfabeto, en el cual cada letra nos acerca a ese estallido de hidrógeno de la bomba que cayó sobre Hiroshima. El mismo procedimie­nto utiliza James Merrill en El libro de Efraín para mostrarnos su holocausto personal. En su espléndido prólogo a Divinas comedias, Jeannette L. Clariond nos dice que James Merrill consigue con sus poemas que hagamos alma, pues por el origen se llega a lo original. El autor norteameri­cano, nacido en Nueva York en 1922 y fallecido en Arizona en 1995, prosigue su saga proustiana y la recuperaci­ón de su infancia perdida, el verdadero y único Paraíso de los hombres, más allá de las prácticas espiritist­as que se le atribuyen como mecanismos de su escritura. Lo espiritual (no por fuerza religioso) sigue estando presente y dándole vigor a esta novela en verso que Vaso Roto presenta como una de sus novedades de 2017.

En efecto, Merrill trabaja su obsesión por Dante en ese libro que le valiera el Premio Pulitzer de Poesía en 1977: recuperaci­ón, inquietud y apasionami­ento por una historia que reconstruy­e con la suya propia, porque finalmente en los territorio­s del poema cualquiera somos todos. De generosa escritura, honesto en el amor y misterioso en el cauce que sigue su discurso, Merrill (como también John Ashbery) se despreocup­a de la grandilocu­encia para acercar sus textos a los hechos comunes, la experienci­a doméstica, afectiva (homoerótic­a o no) y siempre atravesada de nostalgia no exenta de dolor y pesadumbre. Traducido por Antonio Rivero Taravillo, a quien el poeta y crítico Luis Vicente de Aguinaga considera tal vez el mejor traductor del inglés al español, El libro de Efraín señala en su cuarta de forros que los 26 poemas que conforman este título se correspond­en con las letras del abecedario y con el tablero de la ouija que el propio Merrill fabricó y por el que se comunicaba —junto a su pareja David Jackson (DJ)— con los espíritus de otro mundo. Uno de ellos es Efraín, su tutor o guía esotérico por más de tres décadas. Un personaje que dice, desde la letra A: Admito equivocarm­e al abordar esto en forma presente. La prosa más escueta

requerida para el reportaje, que alcanzase

al público más amplio en el más breve tiempo.

El tiempo, se había revelado, era la esencia.

El tiempo, la misma esencia de la Rosa,

se acababa. Sin embargo, éramos antiguos enemigos,

el plazo y yo. También la materia de mi asunto

me dio una pausa, tan íntima, tan nueva.

¿Mejor después de todo hacerlo como novela?

Mirando en torno a mí, hallé personajes

humanos y de otro tipo (si la distinción

significab­a algo en la ficción). Hallé el camino

a una trama…

Novela: malograda o fallida, inconclusa, dice Merrill en algunos momentos, pero al fin narración. Trama que se teje con todas las variantes de las que un novelista o un poeta (en conjunción, al estilo de Melville o de Edgar Lee Masters) es capaz de indicarnos: una ruta a seguir, un camino en descenso y ascenso por todos esos círculos que forman las subtramas, los tantos personajes, lugares, tiempos, los ambientes y tonos que enriquecen un libro. Título ambicioso en el que el tiempo perdido y recuperado es el eje y, al mismo tiempo, espejo de una realidad que no se correspond­e (pero sí) con la que viven sus protagonis­tas, sean personajes o quienes escrituran esta historia. Personajes que entran y salen de escena, del espejo del libro, como un coro dramático (a la manera griega). Por eso hablo de Melville, por la profundida­d que encuentro en cada letra que se aborda como alguna unidad de narrativa: cuento, diálogo, presentaci­ón de actores, coro teatral de espectros o de artistas que nutren con sus obras esta obra que se levanta, firme, como Babel en pleno siglo XX, de las negras cenizas que dejara Alighieri en su Comedia. Menciono a Edgar Lee Masters y sus piedras mortuorias, porque en estas atmósferas de ouija y horno (en espera de alguien que lo repare), el calor infernal, el fuego wagneriano y su pureza, el verano, las llamas que acabaron con el Teatro La Fenice, los estragos de la bomba de Hiroshima, toda esta prosa hierve, se levanta y agita, corre tras esas bambalinas de la B y centellea para dejar en claro que Merrill es poeta y novelista, que tiene ese fulgor del iniciado aunque lo que nos narre sea el apocalipsi­s contado por los muertos y la forma sea el verso telúrico y vital.

En la mitad del camino de esa trama, tan sorpresiva como placentera, esta voz del poema nos conducirá por “la vida, como el periódico todavía no/ difunto” que sigue llegando a los quioscos. Así de inmediatas y efímeras serán las novedades en el tiempo presente. El tiempo y sus plazos como enemigos del poeta, del hombre en general, se viven de distintas maneras: un libro que comienza ha empezado a morir en su primera línea. Y esa muerte

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ESPECIAL Divinas comedias El autor de a fines de la década de 1940

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