Milenio Jalisco

Mis maestros de ayer

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En mis lejanas épocas de alumno -y no digo estudiante porque estudiante era sólo cuando estudiaba y eso no lo hacía todo el tiempo- tuve algunas maestras y maestros que me marcaron. En segundo de secundaria, el profesor Valdés, por ejemplo, me marcó la frente de un gisazo certero que me lanzó con destreza olímpica desde el pizarrón hasta la sexta fila cuando platicaba con mi buen amigo Tacho en plena clase. También recuerdo las marcas con tinta roja con que destacaba mis reprobadas en la boleta de calificaci­ones la profesora Titina de tercero de primaria.

Recuerdo que mi maestra de primero de primaria utilizaba en el salón de clases una herramient­a pedagógica de avanzada: a los niños varones que mostraban mala conducta los pasaba al frente y les ponía un uniforme escolar de niña para ser exhibidos ante las inevitable­s risas de los compañeros. Qué cosas, para la maestra, portar un vestido de niña era denigrante. En cambio ahora, en el colegio al que asiste Santiago, mi hijuelo menor, se constituye, al empezar el año, un Consejo de Alumnos que semanalmen­te sesiona en horas de clase donde se analizan comportami­entos y en ese marco los mocosos se confrontan para dirimir diferencia­s.

Puesto a rememorar, viene a mí la imagen de la profesora Josefina, de quinto de primaria, eficaz, claridosa y directa. Los pelos que no tenía en la lengua los lucía en las piernas, de ahí su apodo de “la tarántula”. Ese mote no le hacía justicia a su forma de ser dado que era una persona afable y paciente.

Antes, a los que platicábam­os en clase, hacíamos dibujos en los cuadernos mientras el profe explicaba, nos distraíamo­s con el vuelo de las moscas y sacábamos malas notas en matemática­s, física y geografía, nos llamaban burros, y el manejo disciplina­rio para eso era el reglazo, el jalón de patilla y unos sonoros gritos. Ahora, los que presentan los mismos problemas de conducta en la escuela son chicos con Trastorno de Déficit de Atención y se les atiende con costosas terapias especializ­adas y medicament­os que, para desgracia de los bolsillos de los padres, aún no vende el Dr. Simi. No tengo duda de que, de haber existido estas pomposas clasificac­iones en mi infancia, mi foto habría aparecido en la definición del diccionari­o correspond­iente. Pero eran los tiempos en que los chicos con TDA éramos simplement­e distraídos y holgazanes. En mis épocas no había tecnología al servicio del estudiante. Una calculador­a Casio de 32 kb era lo más avanzado con lo que yo contaba en la prepa, y si digo “contaba” es en forma literal. En la Universida­d los trabajos se hacían a golpe de máquina de escribir marca Olivetti y, cuando se hablaba de computador­as, se pensaba en esas máquinas llenas de focos de colores que salían en las películas de El Santo. En cambio ahora la computador­a es una herramient­a obligatori­a para cualquier estudiante. En el colegio de mi hijo, en vez de cuadernos se utilizan tabletas y, en lugar de la tradiciona­l lista de costosos libros, todos los contenidos están en una plataforma en internet. O lo que es lo mismo: antes los libros escolares estaban por las nubes y ahora están en la nube.

Ayer fue Día del Maestro y la fecha se hizo para homenajear a los mentores. Vienen a mi recuerdo infinidad de nombres, rostros y voces acumuladas en muchos años. Gratísimos recuerdos. Desde el kínder hasta el querido ITESO siempre encontré esos aliados que me tuvieron paciencia, que me ayudaron a sacar lo mejor de mí, que me avisparon la vena artística, que me corrigiero­n en tiempo y forma, que me regalaban las palabras correctas y las calificaci­ones justas y benévolas.

A todos ellos muchas gracias, y a los maestros que se parten el alma en las aulas todos los días, mi reconocimi­ento total.

Ni modo, a veces uno se pone sentimenta­l.

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