Gobiernos militantes
Lo cierto es que en actos públicos —y masivos— el candidato dice algo y luego su equipo, con auditorios más exigentes, redefine la propuesta; el doble discurso no es sorpresa
“En política, que a uno lo engañen hoy no es excusa para mañana”.
Desde siempre ha existido una brecha entre lo que se hace y dice para ganar votos y lo que se hace y dice en la responsabilidad pública. Ganar es cada vez más un ejercicio de prometer lo que es difícil y las más de las veces imposible cumplir. En el hartazgo y la desesperación, los electores de hoy están mucho más dispuestos a atender falsas promesas que propuestas realistas. Esto tiene dos efectos perversos: electores que escuchan selectivamente las propuestas de los candidatos de su preferencia, y candidatos que, deliberadamente, minimizan las dificultades o los límites para cumplir su oferta.
La situación se complica cuando el estratega de campaña, en aras de eficacia, promueve la simplicidad del mensaje. Peor cuando el candidato, por convicción o conveniencia, reduce a una frase su propuesta. El discurso disruptivo se reviste, más que nunca, de eficacia; lo hace con audiencias presenciales, virtuales o con las que se llega a través de los medios de comunicación. En este escenario, lo eficaz de Twitter en campañas electorales es que reduce el mensaje a unas cuantas palabras, justamente lo que el elector de ahora quiere: una frase sencilla y contundente, aunque prescinda de argumentos.
La oferta para complacer o inventar soluciones mágicas adquiere renovado aprecio. La campaña de Donald Trump es ejemplo de ello, su desapego de lo convencional horrorizaba a los medios y a sus pares, pero le permitía conectar con sus electores. La lección de ese proceso es dolorosa: no son las virtudes humanas o cívicas las que le dieron el triunfo, tampoco las propuestas razonadas, viables o consistentes con la realidad que pretende transformar. Se cultivó y cosechó en el agravio real o imaginario.
Es prematuro anticipar si lo que está ocurriendo en otras partes del mundo habrá de hacerse presente en México, favoreciendo a quien plantea la ruptura y la confrontación. Sin embargo, el estilo de campaña de quien lleva ventaja obliga a pensar que esa es su intención. La mayoría de las propuestas lanzadas por el candidato, audaces o francamente frívolas, caen en el terreno fértil de una sociedad molesta con el statu quo, aunque otras obligan al equipo cercano a convertirse en una suerte de exégetas en un evidente ejercicio de control de daños, más que de explicación o reafirmación de lo propuesto.
Lo que vemos es que, frente a lo expresado en la plaza pública, ha tenido que surgir una serie de ajustes por parte de esos voceros que actúan como intérpretes oficiales de lo que quiso decir López Obrador. Para el caso, Esteban Moctezuma, encargado de la propuesta educativa, recrimina a organizaciones sociales por no haber atendido el documento que explica la postura “real” del candidato, cuando lo que ellos y todos advierten es el compromiso inequívoco y reiterado de López Obrador en el territorio de la CNTE de cancelar la reforma educativa. Ese es el tema y lo ha dicho reiteradamente: su primer acto como Presidente sería suspender la aplicación de dicha reforma.
Lo mismo ha ocurrido con la idea de la amnistía a los criminales como método para alcanzar la paz. Lo señalado por el candidato, justamente donde más sangre ha corrido, Guerrero, y donde más dificultad enfrenta el Estado mexicano para hacer frente al crimen organizado, fue la de intercambiar perdón por tranquilidad. Las precisiones vinieron una vez que se sintió el rechazo público a tal propuesta. La señora Olga Sánchez Cordero y Alfonso Durazo han dicho cosas diferentes a lo expresado y comprometido por el candidato: primero, que la amnistía solo sería para la tropa de jóvenes reclutados por el crimen organizado, después, que solo para los pobres indígenas y campesinos productores de droga, y luego que se excluiría a todos aquellos que hubieran cometidos actos criminales violentos.
El empresario Alfonso Romo también suda la gota gorda matizando la postura del candidato respecto a la reversión de la reforma energética, con la respuesta violenta de algunos de los miembros de Morena, como Paco Ignacio Taibo II. AMLO dice una cosa y Poncho, a su vez, hace la interpretación adecuada a los mercados. Pero absolutamente nada tiene que ver lo que dicen Taibo y su líder con lo que interpreta Romo.
López Obrador fue inequívoco en su intención de suspender en definitiva el NAIM y de reorientar el proyecto a la operación en dos lugares: el actual aeropuerto y el militar de Santa Lucía. La respuesta del sector empresarial ha sido de rechazo. Después, sin abandonar la idea original, el candidato ha flirteado con la atractiva propuesta de concesionar la obra, no obstante su dogma contra las privatizaciones; también su representante en la materia, Javier Jiménez Espriú ha hablado de opciones, además de la de cancelar la obra.
Lo cierto es que en actos públicos —y masivos— el candidato dice algo y luego su equipo, con auditorios más exigentes, redefine la propuesta. El doble discurso no es sorpresa; sin embargo, es un error asumir que el candidato no cumplirá lo que promete, como lo ha expresado cándidamente la dirigencia de Coparmex. El gobierno militante es lo de ahora, es decir, una autoridad que actúa como si la campaña prosiguiera. A manera de ejemplo, Donald Trump persiste con sus promesas de campaña y lo hace con una retórica de contienda. Así debe interpretarse a López Obrador por su idea de que la ratificación de mandato se haga de manera concurrente a la elección intermedia, es decir, su visión es la de gobernar ejecutando sus propuestas de campaña.
Hasta hoy la atención se ha centrado en la manera en que propuestas disruptivas ganan terreno. Pero lo que es de llamar la atención es el regreso a la escena política de los gobernantes militantes, autoridades en permanente campaña, al margen de la inclusión y de una reconciliación que no sea el sometimiento del adversario, del que disiente o del crítico. El sistema estadunidense ha sido puesto a prueba para mantener a raya a un presidente de este perfil, después de todo, para eso están las instituciones. En el escenario mexicano, en cambio, es necesario cuestionarnos antes del 1 de julio si el sistema que acota el poder presidencial está preparado para esa eventualidad.
Esta forma de gobierno es lo de ahora, es decir, una autoridad que actúa como si la campaña prosiguiera