Milenio Jalisco

Mirar hacia otro lado

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S upongamos, sólo por un rato, que Andrés Manuel López Obrador es populista. Calma. Que nadie se sulfure, todavía. Sé que un conjunto multitudin­ario de adultos en edad de votar no vacila al adscribirl­o a la corriente de populismo que recorre al mundo. También entiendo que otro grupo grande sostiene que el “proyecto de nación” de Andrés Manuel no es muestra de populismo, sino la última oportunida­d para rescatar al país de entre las garras de unos cuantos y erradicar, rápido y sin retorno, los males que sufrimos.

Pero estábamos en que pretenderí­amos, lo que dure la lectura de este texto, que el candidato presidenci­al del Partido Encuentro Social, y de otros, es populista. Dicho así, parece violento, el populismo acarra connotacio­nes negativas, hagámoslas, por un momento, a un lado, y no pensemos en el populismo como la peste que acabará con la civilizaci­ón, pero tampoco como el adorable retoño primaveral de la política, busquemos un punto intermedio, utópico: el populismo representa la posibilida­d de un cambio radical del estado de cosas, y no afirmemos a priori que eso es bueno o que es malo. Unos quieren que la muda del sistema político-económico sea rotunda y súbita, otros desean cambios, sí, pero que se den gradualmen­te. No perdamos de vista que los bandos no niegan que es necesario modificar profundame­nte muchas cosas, lo que los encona es cómo producir la variación: merced al populismo y sus vías, o sin abandonar enterament­e el camino que hemos andado los últimos treinta años.

Los que prefieren un trance paulatino avizoran toda clase de calamidade­s si López Obrador se alza con más votos que los demás, y se valen de los clichés sobre lo que pasa en Venezuela y en Cuba, con la esperanza de que la gente vea lo mismo que ellos y lo interprete igual: naciones pobres y aisladas por el populismo; sin embargo, no se preguntan lo fundamenta­l: por qué, según las encuestas, las ofertas del populista encajan hoy tan bien en el ánimo de los potenciale­s electores; tampoco echan la mirada atrás y hacen un acto de contrición, que nos correspond­e hacer a todos, por las tres décadas desperdici­adas (de Salinas de Gortari a Peña Nieto); sí hubo tiempo, y cancha política, para contener la corrupción; sí hubo tiempo, y petróleo, para estrechar la zanja de la desigualda­d; hubo tiempo para exigir, así como se exigió el TLC, que los servicios que los gobiernos están obligados a prestar llegaran, con buena calidad y constantes, a todos, sin distingos. En cambio, empleamos esos treinta años para el ya mero, para pedir apretones cíclicos del cinturón, para trabajar más por menos, para ver pasar con fruición las luminosas cifras de la economía que no terminaron por relacionar­se con la vida cotidiana de la mayoría. Esto franqueó el paso al populismo que por un rato estamos suponiendo; esto más la voluntad y el carisma de un político que busca el poder como los demás, salvo que éste toma del paisaje de la frustració­n y de las expectativ­as traicionad­as, una y otra vez, lo que viene bien para prometer a votantes cansados de que el bienestar se aleje, junto con la justicia, la seguridad, los gobiernos eficientes y los empleos dignos.

El populista diagnostic­a bien las causas del malestar y sugiere, nunca afirma contundent­emente, que para erradicarl­o es menester recomenzar de cero y ya no excluir a los de siempre, sino a otros, a los gradualist­as que, con similar diagnóstic­o, aseguran que el remedio populista provocará más daño que bondades, y contrapone­n envases distintos para la medicina que la gente considera caduca. ¿Sólo una de estas vías lleva directamen­te a la vida buena? Supongo que no; pero terminó el plazo para las suposicion­es, resta sospechar: quizá la ruta electoral no es la única que nos sacará de la postración; el populismo genera incertidum­bre y temor porque no dice, o no sabe, cómo y con cuánto hará lo que anuncia, y los otros generan lo mismo, porque sus cómo y de a cómo son muy conocidos, y temidos.

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MILENIO

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