Milenio Jalisco

La utopía total

Decir que el pueblo “piensa” tal o cual cosa equivale a afirmar que son todos iguales, en un sentido estrictame­nte ganadero

- XAVIER VELASCO

Todos somos así.” “Todos pensamos igual.” “Eso queremos todos.” “Todos estamos contigo.” Pocas mentiras y exageracio­nes son tan alevosas como ésa que pretende agruparnos a “todos” detrás de las creencias que mejor acomodan al de la voz. Todos, solía decirse, es mucha gente. Y más: huele a manada. Pues entre más personas aseguran pensar la misma cosa, menos probable es que realmente estén haciendo uso de la facultad díscola del raciocinio. Que es, de pronto, lo que preferiría­n los totalizado­res. Una sola opinión, compartida por todos merced a una aquiescenc­ia que se dice pensante para hacerse acreedora de un respeto no menos embustero.

“La solución somos todos”, rezaba el lema de campaña de José López Portillo, que llegó a presidente de la República sin la calamidad de enfrentar competenci­a. Pocos años más tarde, tuvo Juan Rulfo la azarosa ocurrencia de referirse a los “cañonazos” millonario­s que a su entender recibía por debajo del agua más de un general del Ejército, y unos días más tarde fue el propio mandatario quien respondió con una afirmación airada y lapidaria, no menos terminante que su antiguo eslogan: “¡Ningún soldado es corrupto!”.

Vista desde estos tiempos, una declaració­n de ese tamaño luce ya tan ridícula como siempre lo fue. ¿Qué informació­n habría de tener un funcionari­o público, por alto y distinguid­o que fuera su cargo, para atreverse a hablar de tal manera? De resultar verdad el despropósi­to, digno del ojo alerta de un Reinhard Heydrich, aún más que ridículo sería escalofria­nte. Absolver al vapor a decenas de miles de individuos no solo es ligereza y temeridad; también abre la puerta a la posibilida­d de inculpar a otros con idéntico método. No es un recurso nuevo: se llama totalitari­smo y a menudo despierta las simpatías ingenuas de quienes pocas cosas desean más que ser parte entusiasta de esa totalidad fecunda e incluyente. ¿Y qué no hace uno, al fin, por conservar la membresía del club donde se cree querido y admirado?

Poco respeto exhibe, sin embargo, quien osa adjudicart­e a rajatabla las supuestas virtudes de alguna variopinta colectivid­ad, valga la redundanci­a. Si hay palurdos allende la frontera que creen, siguiendo la opinión de los menos instruidos, que los mexicanos somos todos asaltantes y violadores, de poco serviría contestar, con lujo equivalent­e de arbitrarie­dad y la más trasnochad­a ramplonerí­a, que ninguno lo es. Una rabieta, en suma, que no puede contar como argumento. ¿Pero qué tal funciona en esa plaza pública donde el gentío aplaude, grita o brama sin tiempo ni ocasión de razonar? No por nada decía David Bowie que Adolf Hitler fue la primera estrella de rock.

Genocidios, pogromos y prejuicios atroces que los preceden se apoyan en la misma gaznápira certeza, ahí donde cualquier sospecha intempesti­va puede probarse sola, en la medida que sirva de apoyo al clamor borreguil de la turba frustrada, furibunda y cobarde. Pues son siempre los otros, sin excepción posible, los culpables de todas sus desventura­s, y ellos están llamados a ponerles remedio. Nada más simple, entonces, a la luz de unas cuantas calumnias expansivas, que sembrar odio entre las multitudes contra quienes parecen diferentes

Absolver al vapor a decenas de miles de individuos no solo es ligereza y temeridad; también abre la puerta a la posibilida­d de inculpar a otros con idéntico método

y ya solo por eso encajan como antípodas. Es decir, enemigos irreconcil­iables que no podrían caber en el mismo pueblo.

El pueblo: he ahí una abstracció­n inconcebib­le donde lo individual solo existe a partir de lo colectivo. “El pueblo cree”. “El pueblo opina”. “El pueblo decide”. Y si acaso hay alguno que disiente y persiste en decidir, creer u opinar por su cuenta, ya se puede inferir —y a botepronto denunciar y sentenciar— que el sujeto en cuestión no pertenece al pueblo. Luego, es su enemigo. Puesto que el pueblo es uno, sabio y bueno, según quien lo corteja con la clara intención de fecundarlo. Decir que el pueblo “piensa” tal o cual cosa equivale a afirmar que son todos iguales, en un sentido estrictame­nte ganadero, y a ninguno le asiste el remoto derecho a significar­se. En el reino del pueblo sumiso y uniforme, la individual­idad es una porción ínfima de la estadístic­a, y ésta un arma ajustable al interés común de los pastores.

“¡Que todos los niños estén muy atentos!”, sugería con sobrado candor la canción de Cri-Cri. ¿Es siquiera posible o concebible que una orden de esta clase resulte obedecida por un público en tal medida distraído, disperso y voluntario­so? ¿Qué niño no se siente o se teme a su manera único, sujeto a toda suerte de singularid­ades no necesariam­ente afortunada­s? (Y eso que en la niñez, cuando le toca a uno obedecer y su opinión no merece el respeto de quienes le superan en edad y experienci­a, nuestras vidas suelen ser similares.) Mayores o menores, derechos o torcidos, rebeldes u obedientes, “todos” jamás somos todos. Ese sueño perverso del colectivis­mo es el mero principio de la tiranía, mas está felizmente cundido de excepcione­s que los totalitari­os, zafios con buena prensa, nunca serán bastantes para suprimir.

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JORGE CARBALLO Poco respeto tiene quien osa adjudicart­e las supuestas virtudes de alguna variopinta colectivid­ad.
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