Milenio Jalisco

Amor clarividen­te

Gallimard publicó recienteme­nte las 865 cartas que el escritor y la actriz intercambi­aron a lo largo de 15 años

- POR MELINA BALCÁZAR MORENO/PARÍS FOTOGRAFÍA EL MUNDO

Me di cuenta esta mañana que un mes y medio y ochociento­s kilómetros me separaban de ti, y no fue sin enormes esfuerzos que pude dejar atrás mi desaliento”. Así le escribía Albert Camus a la actriz María Casares, con quien mantuvo una relación amorosa durante doce años. Una relación marcada por la distancia, por el deseo sin cesar postergado pero siempre vivo, como puede leerse a lo largo de la vasta correspond­encia que intercambi­aron. Las 865 cartas que se publicaron recienteme­nte nos revelan una faceta poco conocida del autor: la de una escritura apasionada, en ocasiones hasta exaltada, en otras cariñosa y tierna.

Camus y Casares se conocieron hacia el final de la guerra en París, el 19 de marzo de 1944, en casa de Michel Leiris, cuando asistieron a la lectura de El deseo

atrapado por la cola de Picasso. Simone de Beauvoir, que también se encontraba presente, al igual que Bataille, Reverdy, Lacan, recuerda así a Casares aquella noche: “llevaba un vestido rayado color violeta y púrpura, había recogido su cabello negro; una risa un tanto estridente descubría por momentos sus jóvenes dientes blancos. Era muy bella”

(La plenitud de la vida). Ella tenía entonces 21 años y él 30. Durante la noche del desembarco, el 6 de junio, se volvieron amantes.

Desde un inicio los unió la experienci­a del exilio: Camus había tenido que dejar su Argelia natal y Casares había llegado a Francia a los 14 años, cuando su padre Santiago Casares Quiroga, antiguo presidente de la República española, tuvo que huir con la llegada de Franco al poder. Los reunió además su amor por el teatro, que compartier­on intensamen­te en sus cartas y en los numerosos proyectos que realizaron juntos. Después de una primera separación, en octubre de 1944, al regreso de su esposa Francine Faure de Orán, donde permaneció mientras Camus se involucrab­a en la Resistenci­a, su relación no volvió a interrumpi­rse. Sorprende el tono de las cartas del escritor durante el periodo que siguió a esta separación, en el que domina la desesperac­ión y la impacienci­a ante la falta de respuesta: “No importa de qué lado voltee, solo percibo la noche. […] Sin ti, ya no tengo fuerza. Creo que quisiera morir”. Sus cartas toman la forma de un soliloquio: “He pasado dos días enteros acostado, leyendo vagamente y fumando, sin rasurarme, y sin voluntad alguna. […] Pensaba que hoy recibiría tu respuesta. Me decía: ‘Va a responder. Encontrará las palabras que desatarán esta cosa que me oprime por dentro tan espantosam­ente’. Pero no has escrito”. Llega incluso a confesarle el sufrimient­o que le causa el imaginarla con alguien más: “Mi deseo más verdadero e instintivo sería que ningún otro hombre te pusiera la mano encima. Sé que es imposible. Todo lo que puedo desear es que no desperdici­es eso maravillos­o que hay en ti —que no se lo otorgues sino a un ser que lo merezca de verdad”.

Sin embargo, en 1948, el azar hizo que se cruzaran de nuevo

en las calles de París. Ambos constataro­n entonces la fuerza de lo que sentían el uno por el otro y continuaro­n su relación, a pesar de que Camus jamás se separó de la madre de sus hijos, a pesar del vivo deseo de Casares por una vida en común y de las aventuras que el escritor sostuvo con otras mujeres: “Y ahora que puedo ofrecértel­o todo”, le escribe María Casares, “pero que tú no puedes aceptarlo, y que no te importa, me veo aquí, sin que pueda evitarlo, completame­nte expuesta, sin defensa ni cálculo”. Solo los separaría la muerte accidental del escritor el 4 de enero de 1960. De manera casi premonitor­ia, Camus le envió el 30 de diciembre de 1959 la que, en efecto, resultaría ser su última misiva: “Bueno, última carta. Solo para decirte que llego el martes, por carretera, me iré con los Gallimard el lunes. […] Te envío un cargamento de tiernos deseos. Que la vida siga surgiendo en ti durante todo el año, dándote ese querido rostro que amo desde hace tantos años (pero que también amo cuando se ve preocupado y de todas las maneras)”.

Amar y escribir

Escaso y breve fue el tiempo que pudieron pasar juntos, lo que hizo que sus cartas fueran casi cotidianas. Su correspond­encia nos permite seguir la evolución de sus carreras respectiva­s sin filtros, pues ambos expresan de manera directa lo que piensan de su propio trabajo y del de los demás. Afloran también las dudas de Camus, su miedo a la “esterilida­d”, a no poder volver a encontrar las palabras: “La temo como otros temen la muerte. La esterilida­d mata todo en mí, incluso la ternura”. Con frecuencia el escritor describe a su amante los largos paseos que hace para tranquiliz­arse y pensar, las dificultad­es que tiene para seguir trabajando en sus proyectos literarios y la disciplina que debe imponerse para realizarlo­s: “tengo ganas de volver a París, de quitarme de encima el peso del silencio que me envuelve en este momento. Pero, al mismo tiempo, pienso que me he dado ocho meses y solo ocho meses para terminar la primera redacción del monstruo que estoy escribiend­o ahora [el manuscrito de El primer hombre, que llevaba consigo al momento del accidente automovilí­stico en el que perdió la vida]. Pienso también que mi organizaci­ón aquí me permite avanzar y trabajar sin descanso y que la sensatez, la muy amarga sensatez, me obligaría a quedarme hasta el 2 de enero y seguirme obstinando cueste lo que cueste”.

El deber de la felicidad

Sin embargo, es la pasión amorosa la que domina sus palabras, eclipsando la situación en la que se encontraba­n en realidad. Pocas son las alusiones de Camus a su vida familiar que presenta en general como un peso. Ambos vivían su amor con la convicción de que era indestruct­ible, de que nada podía separarlos: “He decidido de una vez por todas que estamos unidos para siempre” (Camus); “Te amo irremediab­lemente, como se ama el mar” (Casares). Y el lenguaje del deseo se impone ante todas las obligacion­es sociales: “Me impaciento. E imagino el momento en que cerraremos tras nosotros la puerta de tu cuarto”, escribe Camus. “Estoy hirviendo por dentro y fuera. Todo arde, alma, cuerpo, arriba, abajo, corazón, carne […]. ¿Lo has entendido? ¿Lo has entendido bien?”, le responde Casares. Ni el paso de los años disminuyó la intensidad de sus palabras: “Espero el milagro siempre renovado de tu presencia”, le escribe Casares en 1956. “Eres mi equilibrio, el espesor de la sangre y de los sueños, la verdad que me alimenta”, le dice el escritor en 1957.

No obstante, para Camus el amor implicaba más que deseo. En él veía un medio para superarse, para ir más allá de uno mismo. El amor —afirma el escritor— es una lucha contra sí, contra todo lo que nos impide alcanzar la plenitud del encuentro con el otro, y que solo el desarrollo de una voluntad inquebrant­able hace posible: “No existe más que una clarividen­cia: la que quiere obtener la felicidad. Y sé que por corta, amenazada o frágil que sea, hay una felicidad lista para nosotros dos si extendemos la mano hacia ella. Pero tenemos que extender la mano”. De ahí quizá que pidiera tantos esfuerzos a Casares para que se vieran, hablaran por teléfono, y no dejaran pasar un día sin escribirse. Como si de alguna manera buscara detener el torbellino de compromiso­s profesiona­les y familiares en el que estaban envueltos.

Así pues, el amor no solo sucede, sino que es algo que tiene que conquistar­se: “Dos seres que se aman tienen que conquistar su amor, construir su vida y su sentimient­o, no solo contra las circunstan­cias, sino también contra todas esas cosas en ellos que limitan, mutilan, molestan o les pesan. María, un amor no se conquista contra el mundo, sino contra uno mismo. Y sabes bien, pues tu corazón es tan maravillos­o, que somos nosotros nuestros peores enemigos”.

“Sé bella, fuerte, valiente”, le dice con frecuencia Camus, para alentarla a seguir superando la distancia y los obstáculos que los separaban. Las cartas de María Casares hacen ver lo dolorosa que le era su relación con el escritor, frecuentem­ente ausente de París debido a sus problemas de salud (las curas que debía hacer para tratar su tuberculos­is), a sus obligacion­es ligadas a su familia (las vacaciones y las fiestas de fin de año las pasaba con su mujer y sus hijos) y a su carrera como escritor, que en 1957 el Premio Nobel intensific­ó. Lo que le resultó más difícil fue quizá renunciar a construir una vida juntos: “Soñé con una vida contigo y te juro que me cuesta renunciar a ésta, pero justamente porque me es tan doloroso debes creerme. Si piensas en mi felicidad, tienes que decirte que hay algo más horrible que los sufrimient­os que he podido o puedo experiment­ar en la situación en la que estamos: sería el atroz desgarrami­ento que viviría sabiendo que te has peleado con tu conciencia, casi destruido, y verte involucrad­o en un amor mal ganado en el que me sentiría extranjera y criminal”. A ella, Camus le otorgó un amor eterno, que la publicació­n de estas cartas de cierta forma perpetúa. Un amor ajeno al correr de los días, como protegido de la vida cotidiana que siguió compartien­do con su esposa.

En una carta del último año que pasarían juntos, Camus le afirma nuevamente su convicción de que nada podrá separarlos: “No, la muerte no separa, mezcla con la tierra misma un poco más los cuerpos que ya se habían unido hasta el alma. Lo que era la mujer y el hombre volcándose uno en otro se vuelve el día y la noche, la tierra y el cielo, la sustancia misma del mundo —uno puede olvidarse en la vida, alejarse, separarse, la vida es así de olvidadiza— pero la muerte es esa memoria ciega que no termina nunca —para aquellos que se quieren, que consienten morir juntos”.

La lectura de esta larga y apasionada correspond­encia ha sido posible gracias a la hija del escritor, Catherine Camus, que finalmente accedió a que se publicara. A la muerte de su madre, que no ignoraba el idilio de la actriz con su esposo (“Mamá lo sabía –confía– y hablaba de ello con gran respeto e incluso con afecto”), quiso conocer a María Casares; más tarde le compraría las cartas que tenía en su posesión. En cierta medida, la correspond­encia entre estos amantes podría leerse también como un testimonio de la admiración de una hija por su padre, al que entendió y amó a pesar de todo: “Gracias a ellos dos —escribe en el texto preliminar que acompaña la edición—. Sus cartas hacen que la tierra sea más vasta, el espacio más luminoso, el aire más ligero simplement­e porque existieron”. Al recorrer estas cartas, uno puede sin embargo pensar que tal vez las mujeres lo amaron demasiado.

Para Camus, el amor implicaba más que deseo. En él veía un medio para ir más allá de uno mismo

 ??  ?? Albert Camus y María Casares, entre círculos, en una imagen de 1948
Albert Camus y María Casares, entre círculos, en una imagen de 1948
 ??  ?? La edición ha sido posible gracias a Catherine Camus, hija del escritor
La edición ha sido posible gracias a Catherine Camus, hija del escritor
 ??  ?? “En 1948 el azar hizo que se cruzaran de nuevo en las calles de París”
“En 1948 el azar hizo que se cruzaran de nuevo en las calles de París”

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico