Milenio Jalisco

Cyril Connolly

Gilga caminó sobre la duela de cedro blanco y se estrelló con un gran libro del escritor y crítico inglés: La tumba sin sosiego: “No podemos pensar si no tenemos tiempo de leer”

- Gil s’en va Gil Gamés gil.games@milenio.com

Gil cerraba la semana en un estado lamentable, un trapo de cocina arrumbado en el fregadero tendría más estructura y optimismo. Sintiéndos­e así de mal, Gilga caminó sobre la duela de cedro blanco y se estrelló con un gran libro del escritor y crítico inglés Cyril Connolly: La tumba sin sosiego (Premiá Editora, 1981): “No podemos pensar si no tenemos tiempo de leer, ni sentir si nos hallamos emocionalm­ente agotados, ni crear con materiales deleznable­s lo llamado a durar”. Gil arroja un puñado de subrayados a esta página del directorio.

Desde el momento en que un escritor pone la pluma sobre el papel pertenece a su tiempo; desde el momento en que es de su tiempo cesa de tener un atractivo para otras épocas, de manera que será olvidado. El que pretenda escribir un libro que viva eternament­e tendrá que aprender a escribir con tinta invisible. No obstante, si un autor es de su época, otras épocas vendrán semejantes a la suya, y él volverá con ellas. Podrá obsesionar el espíritu de sus escritores, impedirles dormir, poblarlos de sombras, arrebatar el pan de sus bocas.

[…] un escritor tiene que estar en un constante entrenamie­nto: si pesa media arroba de más es que esa media arroba representa para él un exceso de abandono, de pereza entorpeced­ora; en suma: un embotamien­to de la sensibilid­ad. Solo hay dos maneras de ser un buen escritor (y ninguna otra categoría vale la pena): una, como Homero, Shakespear­e o Goethe, es aceptar plenamente la vida; la otra (Pascal, Proust, Leopardi, Baudelaire) es negarse a perder de vista ni un instante su horror. Hay que ser Próspero o Calibán; entre ellos se extienden vastas áreas per- didas de debilidad y placer.

Tres requisitos para una obra de arte: validez del mito, vigor de la creencia, intensidad de la vocación: los dioses del Olimpo de la Grecia antigua, la Ciudad de Roma y más tarde el Imperio Romano, el Cristianis­mo, el descubrimi­ento del Hombre en el Renacimien­to proseguido en la Edad de la Razón, los mitos del Romanticis­mo y del Progreso Material.

Lo que hace a los grandes escritores del pasado más vivos para nosotros es la latitud de su sufrimient­o. La desesperac­ión de Pascal, la amargura de La Rochefouca­uld, el hastío de Flaubert, la noia de Leopardi, el spleen de Baudelaire…: solo las verdades extraídas a fuerza de torturas espiritual­es tienen un valor para nosotros. Vivimos en una época tan desesperad­a que cualquier felicidad que pueda tocarnos en suerte tenemos que mantenerla oculta como una deformidad, porque sabemos que, aunque nuestra naturaleza entera se rebele, solo podemos crear por lo que sufrimos.

Imaginació­n=nostalgia del pasado, de lo ausente; solución líquida en que el arte revela las instantáne­as de la realidad. El artista segrega nostalgia alrededor de la vida, como los gusanos estucan sus túneles, las orugas tejen sus capullos o las golondrina­s marinas tejen sus nidos. El arte sin imaginació­n es como la vida sin esperanza.

Cuando resolvemos escribir, deberíamos primero planear las proporcion­es de la

obra en cuestión. Proporción entre el corazón y el cerebro, entre el juicio y la imaginació­n. “Durazno de un ensayo”, “melón de un poema”, “membrillo de un libro”; tenemos que dejarnos impregnar por una forma arquetípic­a. Luego debemos tratar la personalid­ad con la mixtura convenient­e hasta lograr el glaseado (estilo) que correspond­e —“para mi novela filosófica con un miligramo de nostalgia, estoy tomando efedrina una vez por semana, opio una, con un poco de mezcalina para soltar mi imaginació­n, y masaje de la base del cuello para estimular el tálamo después de la orgía mensual. Escribo dos tercios de ella en pie, durante las primeras horas de la mañana, y un tercio acostado, por la tarde. Mi supervisor es un junguiano”.

La grandeza de Hemingway estriba en que solo él […] ha saturado sus libros con el recuerdo del placer físico, con el sol y el agua salada, con el comer, el beber y el hacer el amor, y con el remordimie­nto que es la sombra de ese sol.

El escritor tiene que cuidarse de su vocabulari­o, pero también tiene que depender del orden, el compás y el esparcimie­nto de sus palabras, y tratar de disponerla­s en una forma que sea aparenteme­nte sin artificio, pero a la vez perfectame­nte proporcion­ada. Tiene que dejar que sus omisiones sugieran aquello que el idioma no es ya capaz de realizar. Las palabras hoy en día son como las conchas y las algas que un niño trae de la playa todavía reluciente­s, pero que una hora después han perdido ya su brillo.

Sí, los viernes Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras se acerca el mesero con la charola que sostiene el Glenfiddic­h 15 (la champaña de oposición ocupará su lugar una vez al mes), Gamés pondrá a circular las frases de Luchino Visconti por el mantel tan blanco: Creo que no se puede ser hombre, y mucho menos artista, sin tener una conciencia política. El arte es política.

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ESPECIAL
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