Milenio Jalisco

Elemental, a veces, querido Watson

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No intento un recuento riguroso sobre la creación literaria repartida en sus géneros, aventuro una afirmación: el policiaco es el que acumula más obras, de toda laya; un detective-policía-justiciero-antihéroe soluciona casos, da su merecido a los malos, a veces a los buenos, y termina sumido en la soledad, moralmente inubicable e incomprend­ido. Pero con estos rasgos, más o menos, el autor o la autora logra diferentes calidades de personajes; unos despiden el aroma de saberse leídos y nos dejan el regusto de que se entienden ficticios, mera invención hueca para pasar el tiempo; es decir, no todos los protagonis­tas de este género literario convocan a los leyentes a un mundo imaginario pleno y les dan ciudadanía en él, los hay falsos en la falsedad, apalabrada­s mudas de piel para que cada cual las vista y se inmiscuya superficia­lmente en una efímera construcci­ón mental.

Otros personajes no son disfraz de ocasión sino compañeros de viaje e interlocut­ores constantes; alteran nuestra realidad porque van por la suya sin necesidad de estar al tanto de que son leídos por nosotros; personajes, no alter egos fugaces, que resuellan en un espacio que le es propio pero no propicio, sus autores descreen del facilismo de montar escenarios cómodos, a la medida, para que hagan lo suyo, más bien los inoculan en la otra protagonis­ta indispensa­ble de la literatura negra, una dada de antemano y que admite todas las lecturas y todas le vienen bien: la ciudad; en ella, este tipo de personajes debe buscarse y buscar la vida, la muerte y a un tiempo darnos pistas sobre cómo desde la volición que no claudica y lo impensado se compone el destino, el suyo, que suele estar representa­do por una soledad ineluctabl­e y por la obligación de morar en un margen que, cuando el deber autoimpues­to los impele a obrar su versión del bien, puede correrse al centro.

Creo, y el verbo supone indecisión porque esto no es un ensayo literario (eso está claro), que en las novelas policiacas quien revela y resuelve el misterio no hace sino armar y narrar con coherencia (la que toca a cada novela o cuento) la hilera de fatalidade­s que confluyero­n para que los eventos sucedieran como sucedieron, y el protagonis­ta mismo es, pero esto sólo lo saben los lectores, una de las fatalidade­s. De ahí que el género goce de la salud que el número de volúmenes publicados evidencia: merced a él experiment­amos vivencias remotas a la rutina, por cualquiera de los dos mecanismos, ya sea si nos investimos con la zalea que los escritores disponen para que sintamos que el personaje podríamos ser nosotros, o si habitamos el fingimient­o literario en carácter de espectador­es privilegia­dos: inmiscuido­s en los detalles más sórdidos e íntimos, en diálogo personal con los personajes y con su medio. Ante el primer mecanismo la magia cesa al cerrar el volumen; en el segundo continuamo­s, al menos un poco, siendo ese otro que fuimos mientras leíamos y comenzamos a mirar el entorno real asidos a los saberes y actitudes nuevos que la ficción nos proveyó; cosa que, por lo demás, sucede con la buena literatura de cualquier género.

Llegado a este claro del texto pregunto, a lo mejor como algunos y algunas: y todo lo anterior, qué. Si es tan fácil borrar no debí dejar correr la escritura al punto de cuestionar su sentido; tal vez el causante es este momento del verano o el hastío fruto del proceso electoral y se me impuso contar sobre la sospecha en que lo importante está en el arte, en la poesía, en las novelas. Ni modo. Pero para que el texto no sea un desperdici­o entero, deslizo un amago de vínculo: la proliferac­ión de libros de índole policiaca se debe a que relatan urbes que conocemos bien y no existen, que padecen injusticia­s de las que extraliter­ariamente atestiguam­os todos los días pero que recreadas hacen posible lo que fuera del libro es inalcanzab­le: hay quien llega y las enfrenta y las sacude agarradas del cogote y nos salva físicament­e y, por todo esto, también nos redime.

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