Milenio Jalisco

El Confabulad­or

- Iván Ríos Gascón/México

“Las palabras son inertes de por sí, y de pronto la pasión las anima, las levanta”

“Era adorador de la mujer como el misterio absoluto, como redención y yugo”

Le dijo a Emmanuel Carballo: “Las palabras son inertes de por sí, y de pronto la pasión las anima, las levanta: es decir, las incluye en el arrebato del espíritu. El lenguaje es arrebatado por el espíritu, y al ser arrebatado, una palabra se tiene que unir a otra como los tramos de una cañería para que pase el fluido: como si fueran cables, del entronque justo, del entronque exacto viene la categoría, la eficacia de lo conducido, y la emisión ya no se va al aire, sino que se queda encartucha­da en las palabras obligatori­amente ligadas por la urgencia que tiene el espíritu de expresarse”, y luego rememoró a André Gide y habló de la frase que consuma su belleza cuando la habita un pensamient­o, y no porque esté vacía sino porque a través de ella el alma declara su nostalgia.

Era irónico, un magnífico arquitecto de espirales narrativas, digamos ese relato del hombre que aguarda a un tren que quizá no arribe nunca o tal vez sí pero podría llevarlo a otro destino, se lo dice el viejecillo que aparece en la estación con su linterna y que le explica que las vías, cuando se acaban, se dibujan en el piso, y luego le cuenta que el tren se ha descarrila­do en ciertos puntos y sus infortunad­os pasajeros no han tenido de otra que formar una provincia, que gran parte de la red ferroviara ha sido terminada por un individuo misterioso que acaparó todos los pasajes, y también le habla de los vagones que parecen cementerio­s, del placentero azar de viajar a donde sea, de las locomotora­s con movimiento fijo, del paisaje que se estremece como un ruidoso advenimien­to (“El guardaguja­s”).

Era adorador de la mujer como el misterio absoluto, como redención y yugo, pero su mirada era ambigua, discordant­e, pues si en “Cláusulas” escribió que “Las mujeres toman siempre la forma del sueño que las contiene”, esa ofrenda se contradice en “El rinoceront­e”, “Anuncio”, “El faro”, o en su cuento que más me intriga, “Una mujer amaestrada”, la historia del hombre que se topa con un saltimbanq­ui exhibiendo a una mujer dentro de un círculo de tiza. La mujer hace malabares, resuelve operacione­s aritmética­s, bailotea. Un enano toca un tambor, y la gravedad acústica da un tono más siniestro al mísero espectácul­o. También a él, “Una mujer amaestrada” le causaba turbación (se lo confesó a Carballo): “Refiere la tragedia del amor y el desplome de la relación amorosa. Una amiga mía, Luisa Josefina Hernández, dijo que este texto es una escena doméstica. Para mí es algo infinitame­nte más trágico: la percepción de la mujer y la percepción del hombre como criatura subordinad­a a la mujer”.

El saltimbanq­ui sujeta a la mujer con una cadena (simbólica, precisa el narrador), y la somete con un látigo de seda flojo, que ni siquiera emite un chasquido. Esta sola imagen, leída irresponsa­blemente, causaría hoy un feroz linchamien­to, haría pedazos a su autor, mas por fortuna concibió y publicó su cuento hace décadas, durante los años de fertilidad de un Juan José Arreola que el próximo 21 de septiembre cumpliría 100 años.

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