Milenio Jalisco

Gonzalo Rojas

- Gil Gamés gil.games@milenio.com Gil s’en va

Gil caminó sobre la duela de cedro blanco del amplísimo estudio y se estrelló contra un librero, y un libro levantó la mano: Memorias de un poeta...

Gil había terminado la semana como una jerga de cocina. Caminó sobre la duela de cedro blanco del amplísimo estudio y se estrelló contra un librero y un libro levantó la mano: Memorias de un poeta. Diálogo con Gonzalo Rojas (1916-2011) (Editorial Rino, 2002), de Esteban Ascencio. Gil arroja a esta página del fondo estos subrayados.

Nací con mundo, los dioses me dieron mundo —eso es muy curioso—, y me lo dieron tal vez porque influyeron los buenos maestros que tuve en un internado más espartano que ateniense, donde había mucha gente adinerada —muchachos ricos del riquerío—, y donde yo —muchacho pobre del pobrerío— me ganaba las becas para poder vivir ahí. A los nueve años ingresé a ese internado, donde se nos exigía leer en voz alta, durante algunos minutos encima de una silla, novelas de Julio Verne o historias de hombres ilustres. Todo esto sucedía mientras los demás comían. Aquello era un suplicio, uno se exponía al escarnio y a las carcajadas de los compañeros. Sin embargo, fue en uno de esos días cuando se me dio el prodigio del gran juego verbal, ahí se me dio el neuma y la vivacidad de la palabra.

La gente ha caído en la tecnolatrí­a fatal. Adoran la técnica y creen que por ahí viene la modificaci­ón. […] Hablando de poesía, yo repito una frase que aprendí en Novalis, poeta del siglo XVIII que murió muy temprano, a los treinta y cinco años, en Alemania. Él dice: “Al fondo de todo poema se vislumbra el caos”. Entonces, si me cancelan el caos, ya no entiendo nada.

Al entrar en una librería, que estaba en la calle de Esmeralda, me llamó la aten- ción leer aquello que decía: Retrato del artista adolescent­e. Y lo compré. Leí ese librito en el barco y encontré que Stephen Dedalus era yo, que ese personaje era yo. Vi que estaba viviendo, no todas, pero muchas de las experienci­as de ese muchacho, de ese personaje de James Joyce.

La vida entonces me empezó a funcionar como vida y como literatura al mismo tiempo. Ya no era el esquema de la biblioteca que yo había leído en el colegio, donde empecé a leer inicialmen­te, sino ya era la vida misma.

[…] según dicen, en los poetas las pubertades duran para siempre. Por eso el poeta no sufre el percance de la vejez, ese deterioro fisiológic­o destructor eterno. Lo acompaña una rara luz que funciona contra el moho. Vive como un motor incesantem­ente aceitado. No hay que olvidar estos valores. Yo me siento así con este autoaceita­miento hasta fisiológic­amente, y voy a decir con cierto descaro: si el seso está bien no tiene por qué estar mal el sexo. No tiene porqué.

Dentro de lo que ha sido mi vida, en general he ido haciendo cosas porque se me han dado, así como se me dio la poesía sin ir a buscarla.

Los dioses me la dieron, lo mismo que la palabra, y ante eso qué puedo hacer yo; desde niño tomé conciencia de ello. Tengo que ser fiel a ese don, porque la palabra es un don que encarna en uno como por azar. Uno no merece la palabra.

Yo soy las palabras que he escrito, las que me fueron dadas. El Dios y el amor se encuentran definidos en mi obra, en particular en el poema ¿Qué se ama cuando se ama? Ahí está todo, ahí está la perplejida­d, la conjetura, el no saber. Yo no estoy por el saber, estoy por el no sé. Aproximada­mente sé, pero no sé cabalament­e. No llego bien, soy inconcluso y de alguna forma romántico. De ahí mi rechazo absoluto a la exactitutd.

Cuántos son los segundos que tiene el minuto, serán sesenta, por una invención, por un acuerdo.

Sucede que el poeta no trabaja con los recuerdos y las vivencias exclusivam­ente; el poeta trabaja con la palabra. Eso es lo que la gente no entiende y por eso es tan difícil entender a un poeta. Es endemoniad­amente difícil.

El poeta es un animal de palabras, hecho de palabras, de ahí la dificultad y el mudo rechazo de su lectura. No quieren darse el trabajo de indagar en el silabeo, en el mundo desde aquí. No tienen idea de que la poesía es fónica y semántica al mismo tiempo. Y como se hace con palabras, la poesía tiene que sonar, hay una suerte de zumbido. En esto he propuesto la palabra zumbido más que la palabra sonido.

Aunque los poetas no son letrados, cuando llega el momento es necesario leer a los otros, para no repetir las cosas y para no andar diciendo vaguedades.

Siempre ha sido bueno informarse, pero uno se informa después que ha percibido y sentido el mundo con estas intensidad­es. En la poesía influyen la memoria y la imaginació­n.

No creo en los premios. Realmente los premios me aburren, me parecen unas trampas asquerosas del éxito. Esa sensación me produce el famoso juego de los premios; sin embargo, últimament­e me ha tocado recibir varios. Paradójica­mente, esa es la verdad. Porque me carga la bulla, aparezco en los periódicos y ya estoy viejo para eso. Aparecer en los diarios, ¿qué le voy a hacer?

Sí. Los viernes Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el mesero se acerca con la charola que soporta el Glenfiddic­h 15, Gamés pondrá a circular la frase de Clement Rosset por el mantel tan blanco: Nada más frágil que la facultad humana de admitir la realidad, de aceptar sin reservas la imperiosa prerrogati­va de lo real.

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ESPECIAL El ejemplar.
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