La cuarta transformación es no necesitar mesías ni caudillos
La promesa de López Obrador de llevar a cabo una Cuarta Transformación, un cambio de alcance similar a la Independencia, la Reforma y la Revolución, puede orillar al Gobierno a intentar un cambio tan radical en sus aspiraciones, y por lo tanto en sus métodos, que lo arriesgará a cometer pifias históricas.
En tal aspiración hiperbólica está empeñado el futuro presidente. A los ojos de muchos es una ambición lógica: el fracaso de los gobiernos neoliberales fue de tal magnitud que no parece dejar más opción que volver a comenzar todo de nuevo, dejar atrás lo que fuimos para fundar otra vez el país, o, por lo menos, procurar un giro tan profundo que se inaugure un nuevo período de la historia nacional.
Morena tiene la fuerza para intentar un cambio de ese tamaño. Nunca, desde tiempos de Salinas de Gortari por lo menos, ningún gobierno había tenido las mayorías suficientes en el Congreso de la Unión para aplicar cualquier política e incluso modificar a su antojo la Constitución Política. Es tal la concentración de poder en Morena –y el consiguiente eclipse del PRI, el PAN y el PRD– que muchos hablan, sin saber que ignoran conceptos elementales de ciencia política, de que ya vivimos un cambio de régimen.
El problema es si los nuevos dirigentes nacionales tendrán las capacidades para materializar lo que han prometido. Y si no harán del ejercicio del poder un fin en sí mismo y un instrumento para alcanzar beneficios particulares.
Con todo y la necesidad de cambiar asumida por millones de mexicanos, hasta ahora no se aprecian propuestas claras, coherentemente relacionadas entre sí, que permitan atisbar no sólo el punto de llegada de la tan anunciada travesía, los puertos intermedios. Estoy de acuerdo en que México necesita un cambio fundamental y en que resulta insensato, inadmisible y ofensivo, seguir por la ruta que tomamos a fines de los años ochenta del siglo pasado. El objetivo debe ser recuperar la esperanza de millones de mexicanos que son víctimas de la exclusión material, la violencia y la criminalidad, entre otros males inaceptables.
Hay que restaurar la capacidad del Estado para regular el individualismo egoísta y atenuar los excesos del mercado, impartir justicia social y legal, y promover una sociedad próspera e igualitaria, así como una economía en crecimiento y con empleos bien remunerados. El problema es cómo hacerlo, y cómo intentarlo sin reforzar nuestra vieja proclividad al caudillismo y el corporativismo.
Muchas propuestas que se observan, como descentralizar secretarías de estado, vender o arrendar aeronaves de la presidencia, suprimir el estado mayor presidencial, crear coordinaciones federales en los estados, suprimir privilegios de funcionarios... pueden ser buenas, pero hasta ahora no parecen converger en una estrategia que recupere la viabilidad estructural de la nación. Lo mismo sucede con medidas (en las que ya se trabaja) como la de echar abajo --en lugar de reformarla-- a la reforma educativa impulsada por el gobierno de Peña Nieto. Además de otras, como impedir que algún funcionario tenga mayores ingresos que el presidente.
No hay que olvidar que a partir del 1 de diciembre nadie seremos otros. Todos, incluido López Obrador y sus principales colaboradores, y todos los intereses –de tirios y troyanos– que se han acomodado en torno a la nueva fuerza gobernante, son y seguirán siendo los mismos que han sido. Probablemente ahora se diseñarán políticas públicas más inclusivas, sobre todo en lo que respecta a darles recursos materiales a los sectores sociales más necesitados. Acaso la honestidad personal y el compromiso social de Andrés Manuel se contagien entre algunos. Pero todo eso no basta para reorientar el rumbo nacional por donde se requiere.
Dudo que los vicios que nos han acompañado durante décadas dejen de hacerlo por la sola presencia de Andrés Manuel en Palacio Nacional. Se requiere mucho más que eso. No estoy en desacuerdo con lo que motiva la Cuarta Transformación. Lo que me preocupa es cómo hacerla pasar de un eslogan a un conjunto de cambios en las instituciones del país, en las leyes, en las costumbres y en las prácticas de la vida pública, que destierren el uso faccioso del poder y el aprovechamiento privado --o partidista-- de los recursos del Estado.
Hay que repetirlo hasta el cansancio: no hay soluciones mágicas a los problemas. Superarlos implica derrotar intereses enquistados, ampliar derechos y velar por el bien de la nación, lo que incluye la moderación en el ejercicio del poder. Y algo fundamental: construir acuerdos en los que todas las partes cedan, incluyendo a los grandes empresarios y a los grandes políticos. Entendámoslo: no necesitamos un mesías y tampoco un caudillo, sino actuar, todos, como verdaderos ciudadanos comprometidos con México. Ésa es la verdadera transformación. Si Andrés Manuel lo asume, vamos de gane. Si no, tendremos otra versión del viejo sistema.