Milenio Jalisco

“Pinto en la piel de mi gente aquello que nos motivó a salir”

- ABRAHAM REZA

En las gradas del estadio La Corregidor­a, en Querétaro, un joven hondureño de 26 años dibuja una pluma de ave sobre el brazo de su compatriot­a. Su nombre es José, tatuador al que sus amigos llaman “el dibujante de sueños”.

Mide aproximada­mente 1.80 metros, es extremadam­ente delgado, su cabello es rizado y sus rasgos físicos evidencian su ascendenci­a africana.

Ha caminado ya 26 días y haber llegado hasta Querétaro significa estar más cerca de su sueño. En su mochila lleva un par de jeans, un suéter y, lo más importante, su máquina para tatuar y tintas de china.

A dos horas de su arribó, apenas y extendió su colchoneta, sus compañeros le pidieron que comience a “rayar” sus pieles.

“Ocho horas de viaje de la Ciudad de México hasta Querétaro no son fáciles, y menos si a cada paso que das recuerdas que tu hijo y tu madre se quedaron un en país donde la muerte, los robos, las violacione­s, la falta de comida y los maras son el pan de cada día”, cuenta.

José creció en la selva. Es el único hijo de un matrimonio que nunca logró dejar la humedad de los árboles altos y los helechos. Creció solo con su madre, pues un día dos hombres armados entraron a su casa mientras cenaban y mataron a su padre.

“Fue eso lo que desde niño me motivó a querer salir de mi país. La imagen que tengo de mi padre muerto sobre el comedor no es algo que quiera que mi hijo viva”, dice mientras limpia con un calcetín residuos de tinta.

Extiende la mano y poco a poco nos muestra ese calcetín húmedo, “es mi herramient­a de trabajo y al mismo tiempo es mi amuleto de la suerte, pues es la media de mi hijo”.

Tiene la mirada triste, es muy joven, pero su rostro parece el de alguien mayor. Sus palabras son pocas, pero duras, pesadas, tanto que duelen cuando se escuchan.

Está tirado en el suelo junto a cinco personas más que esperan su turno para ser tatuados. Su trabajo, dice, es barato pero de “calidad, ni un trazo mal hecho y mucho menos fuera de lugar”.

En su país, recuerda, su oficio no es bien visto. Ser tatuador implica pertenecer a los malos, a los pandillero­s, a los presidiari­os, a los asesinos. A los maras.

“Yo aprendí esto en la banqueta, mientras vendía con mi madre, mientras crecía rodeado de gente de la calle. En Honduras yo no puedo hacer esto, me meten a prisión y sinceramen­te es lo único que sé hacer.

“Entonces, si tu país no te da un empleo bueno y además te persigue cuando encuentras un oficio, pues no nos queda de otra más que salir en busca de algo mejor”, expresa.

Cobra 7 dólares por tatuaje, que hace con una máquina que

_ compró hace dos años cuando vivió10mes­esenEU.Poresomedi­cen el dibujante de sueños, “porque pinto en la piel de mi gente aquello que nos motivó a salir en busca de un mundo mejor”.

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