Poetas españoles en los cristales de los rascacielos de Manhattan
Intelectuales españoles en la verticalidad de Manhattan” es el título de un completo e interesante artículo que acaba de publicar Alejandro Varderi en el magazine en el que recuerda la atracción que vivieron numerosos escritores españoles por la magia vertical de Manhattan, esa ciudad universal que cuando se está en ella uno cree que es una ciudad-estado tipo a la Florencia antigua o a la Atenas o Esparta del pasado y casi nunca se piensa, al menos in situ, que se trata de suelo estadounidense. Esa es la magia de Mahattan: su carácter cosmopolita, su universalidad.
Muchos españoles se marcharon a la capital del mundo porque huían de la represión franquista a partir de 1939 y otros ya habían pasado allí antes importantes periodos de su vida. Muchos se quedaron en las cátedras de Filología Hispánica y ya sólo volvieron a España de visita. Pero las generaciones más jóvenes sí fueron atraídas por las películas de Woody Allen y por tantas otras de diferentes directores. Ana Merino, Luis Moliner, Francisco Javier Ávila, Josefina Infante-Voelker, Daniel Pineda Novo, o quien suscribe estas líneas, entre otros muchos, pasaron por Manhattan, a la que dedicaron textos y libros. La magia de esos gigantescos edificios y las visiones surrealistas del Bronx o del Harlem atrajeron a no pocos turistas-escritores. Uno de los primeros fue Juan Ramón Jiménez, que se casó en Estados Unidos con Zenobia Camprubí en 1916 y pasó por la selva de rascacielos.
Pero la primera obra significativa y rotunda que llegaría en verso se titula posiblemente el mejor libro de Federico García Lorca, que puso el listón tan alto que a los jóvenes nos parecía ya imposible escribir sobre el tema. También leía otro libro muchos años después, titulado de José Hierro (1998), igualmente, un espectáculo poético de alta calidad, aunque muy diferente al de Lorca. Y más reciente (2014),
de Antonio Hernández. A principios del siglo XXI y tras el incidente de la caída de
Tras el incidente de la caída de las Torres Gemelas, viví unos momentos
insólitos
las Torres Gemelas, viví unos momentos insólitos. En mi segunda visita a Nueva York, se me ocurrió, siguiendo la estela turística, visitar la zona cero, y cuando me tocó el turno de mirar al vacío, a la nada –que era lo que había quedado de aquella hecatombe- se acercó hasta donde yo estaba una señora joven, elegante, perfumada, de piel negra y brillante con zapatos de tacón fino. La observé de reojo mientras ella miraba a aquel vacío y de repente una lágrima brotó y bajó por su mejilla. Llevaba un ramito de violetas que depositó en el suelo, junto a la barrera del mirador. Luego brotaron más lágrimas y con una elegancia inusitada se alejó de mí dejándome atónito. Esta visión de la tristeza me sentó de nuevo ante mi escritorio y comencé
(Granada, 2005) un libro muy lírico y temeroso en el que le guardaba las distancias a Lorca y a Hierro. Al final fue un libro de amor, erotismo y de ciudad vertical, donde el protagonista poético patina hacia el cielo por la perfecta superficie de los gigantes cristales de los rascacielos o se pierde en las alcantarillas de un Nueva York inundado en su subsuelo por gigantes cocodrilos y peligrosas anacondas, mientras exhala el humo de un misterioso espacio surrealista: “Ascendí aún más hasta la calle 157 con la sola esperanza de verte, / de palparte, de sentirte, de asirte y de besarte. / Pero no estabas. Eras sólo una estatua fría, de bronce, de hielo, / de sol petrificado, de belleza esculpida en la nada. / Caminaba y todos los ojos de Manhattan rozaban los míos, / me hería la belleza ambulante de todas las mujeres del planeta. / Te amaba como una pasión que se expande en el cosmos / y lo moja todo de deseo, como una lluvia de besos sin rumbo, / como esos pájaros que se paran en medio del aire y miran / a los seres que caminan bajo sus diminutos cuerpos de ave”.