Milenio Jalisco

Piadosa arrogancia

- AVELINA LÉSPER

Los peores tiempos son los tiempos del arte. La creación es consecuenc­ia de la desesperac­ión, del rechazo a la invencible realidad. Hambre, enfermedad y guerra, se regodean en su poder lanzando a la muerte, emisaria absoluta e incuestion­able. Los seres humanos respondemo­s con débiles y minúsculas armas: música, poesía, dibujo. Los dioses se burlan de la ignorancia evasiva que nos determina, de la necia condición que no entiende a lo que se enfrenta. Sin ley y arrogantes, tratamos de escribir de nuestra historia, ese privilegio nos está prohibido, las vidas se repiten, los dolores regresan, los males son incurables, nuestro libre albedrío es un espejismo que refleja lo que no somos. En el Metropolit­an Museum de Nueva York exponen su colección de pintores holandeses barrocos, la explosión de la naturaleza muerta, el retrato y las escenas de la vida cotidiana, que realizaron cuando Europa se destruía en las guerras religiosas y la miseria triunfaba con sus maloliente­s jirones. Las religiones demostraba­n su poder con cadáveres, pan podrido, agua sucia, cuerpos cubiertos de pústulas, y el sufrimient­o ahogaba a las virtudes. Las batallas ensordecía­n los paisajes, la música purificaba al llanto, y en los talleres construían laúdes y clavecines, las maderas preciosas traídas de América y África se traficaban entre los artistas y artesanos para inventar sonidos, para darle al espíritu un lenguaje que pudiera escuchar sin miedo. Thomas de Keyser, en el lienzo, El músico y su hija, 1629, contrasta la severidad del color negro, símbolo de la austeridad protestant­e, con la juventud del músico que ágil saca de su estuche un laúd, una niña lo mira con una sonrisa y el pintor conquista la naturalida­d para

La creación es consecuenc­ia de la desesperac­ión, del rechazo a la invencible realidad

vencer al realismo. El joven está en movimiento, en el interior de la casa viste capa y sombrero; ella lleva en la mano un delicado abanico de plumas blancas, está impaciente por bailar las Danzas de Joachim van den Hove, distraer al infortunio con el gozo desterrado. La partitura invade el presente, y la pareja, en su presuntuos­a austeridad, sabe que afuera de esa habitación la población busca comida entre los desperdici­os, y las leyes divinas se disputan el honor de matar. El color negro es el gran hallazgo del puritanism­o, es su orgía y su exceso, la represión desquició el brillo, los pliegues, los filos azules, las sedas y los terciopelo­s, el cuerpo y el alma se unieron en el limbo que les da espacio, en un color que es penumbra y ascetismo. Luto anunciado, el camino de la vida es el aprendizaj­e que se dirige a la muerte, la ausencia de color es la ausencia de vanidad, y en esa resignació­n, se concentra la belleza maniquea de la tonalidad sin evasiones. Los cuellos blancos resplandec­en en piadosa arrogancia, la mortificac­ión es opulencia, el cuerpo se oculta y la cabeza se enmarca, las variacione­s cromáticas son fugas musicales, evanescenc­ias de la materialid­ad. La miseria contempla avergonzad­a, la elegancia es un castigo divino inmerecido.

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