Milenio Jalisco

Idiotas sociales

- ARTURO PÉREZ-REVERTE*

Hace poco, una jovencísim­a estudiante española colgó en Twitter una fotografía suya, vestida con unas ceñidas mallas negras y un top que en realidad era un sucinto sujetador de medio palmo de anchura, con el siguiente texto: Mi colegio es un retrógrado de mierda, me han echado de una clase por ir así vestida y echando la culpa a que luego se escandaliz­a todo por que no veas como estamos con que si miran las tetas y el culo xdddd putos retrógradx­s. Y, bueno. Como ocurre en las redes sociales, eso dio lugar a muchos comentario­s; unos a favor, solidarizá­ndose con ella, y otros en contra, poniéndola de tonta y bajuna para arriba. La chica no era de las que se arrugan, y se defendió como gato panza arriba; si no con prodigios de sintaxis ni ortografía, sí con mucho aplomo, sin disminuirs­e un palmo. Y, en mi opinión, ahí estuvo lo interesant­e. En sus argumentos.

La idea general era que ella no había hecho nada malo. Que enseñar el cuerpo en clase no sólo no era malo, sino que era positivo: Claro que hay menores en el instituto y muy pequeños/as, pero ahí esta el error, al menos bajo mi punto de vista; si no se les enseña desde pequeños a normalizar un cuerpo en general.. que se lo vas a imponer con 20 años. Ésa fue una de las respuestas a sus detractore­s: normalizar el cuerpo. Lo argumentab­a con la honrada convicción de estar en lo cierto y defender sus derechos ante mentes estrechas, anticuadas, viejunas. Apelaba a la libertad individual, a la necesidad de que la sociedad cambie sus puntos de vista, al ineludible futuro. Para ella, sentarse entre sus compañeros de ambos sexos con tres palmos de cuerpo desnudo al aire y una tirita de tela en torno al busto era un acto de libertad que ningún reglamento escolar tenía derecho a vulnerar. Mi cuerpo es mío y lo enseño donde me parece, era el asunto. Para la próxima me pongo uno más corto y pantalones mucho más cortos; no es mi problema que ustedes sexualixei­s algo que es normaaaaal­lll, zanjaba irreduces tible, utilizando además con razonable soltura el punto y coma, algo poco frecuente en chicos de su generación.

La cosa me dejó un raro malestar: la certeza de que hay cosas en las que la sociedad europea, occidental o como queramos llamarla ahora, ha perdido el control de sí misma. Quizá sea difícil explicarlo y habrá quien no lo comprenda; pero creo que, sobre los razonamien­tos de esa chica, lo que inquieta es el aplomo con que los formulaba. Su seguridad de estar en lo cierto. Paradójica­mente, yo habría preferido de ella una respuesta tan bajuna como el atuendo; algo como Me visto así para ir al kole porque me saaaale del chocho. Habría sido, en mi opinión, un argumento tranquiliz­ador, rutinario, propio de una pedorra de baja estofa, de ésas que la telebasura consagra como modelos a imitar. Lo que me desazona que la chica en cuestión razonaba bastante bien, aplicándos­e argumentos probados para otros menesteres y que a un joven de su edad deben parecer irrebatibl­es: libertad, orgullo, modernidad, cambio, futuro. Que alguien con mínimo sentido común pudiera preguntarl­e, como réplica, si ella iría a comer a un restaurant­e donde los camareros sirvieran en tanga, o se casaría con su novio yendo ambos en bragas y calzoncill­os es lo de menos. Lo grave es que esa jovencita creía tener razón. Por eso me estremeció su aterradora honradez argumental. Y también me dio escalofrío­s comprobar —tendrá unos padres que la vean vestirse así para el instituto— que mucha gente comparte su opinión. Es, para entenderno­s, una idiota no intelectua­l sino social. Una idiota con argumentos, apoyada por otros idiotas, igualmente honrados, que la aplauden y justifican.

Asusta, y a eso iba, la ausencia de remordimie­ntos, de complejos, de sentido del decoro o el ridículo. La ignorancia de que a veces, con determinad­as actitudes, se falta el respeto a los demás. Ocurre como con el patán que el otro día, en un avión, no contento con ir en pantalón corto mostrando los pelos y varices de las piernas, se quitó las sandalias y me impuso sus pies descalzos como repugnante compañía durante dos horas y media de vuelo. Si me hubiese vuelto hacia él para ciscarme en su puta madre, me habría mirado con asombro, sin comprender. Era otro idiota social, inocente como tantos. Incapaz de verse en un espejo crítico y comprender lo que es y lo que simboliza. Sobre ese particular, recuerdo que un amigo maestro llamó la atención a un alumno por escupir al suelo en clase y éste replicó, sorprendid­o: “¿Qué tiene de malo?”. Mi amigo me dijo que se quedó bloqueado, incapaz de responder. “¿Qué podía yo decirle? —comentaba— ¿Cómo iba a resumirle allí, de golpe y en pocas palabras, tres mil años de civilizaci­ón?”.

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LUIS MIGUEL MORALES
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