Nadie nos salvará
Recuerdo bien el triunfo de Vicente Fox. Muchos imaginábamos que, con la caída del PRI, llegaría mágicamente un país de leyes, moderno, próspero, justo y libre. La voracidad de Marta Sahagún y de sus hijos no era ningún secreto.
Todos escuchamos claramente ese infantil ¡hoy, hoy, hoy! Las credenciales de Lino Korrodi eran, desde entonces, turbias, y las limitaciones intelectuales de la nueva pareja presidencial eran evidentes.
Sin embargo muchos elegimos creer, esperar, soñar con que, un día después de la toma de posesión, tendríamos un paíshabitable.
Acompáñeme a ver esta triste historia: Fox optó por dejar prácticamente intacta la estructura matriz de la dictadura, operando sobre sus viejos vicios, y pocos le exigieron lo contrario.
No todo fue en vano: haber sacado al proceso electoral del control del Estado, haber respetado la independencia del Legislativo y permitido la libertad de expresión, entre otros, no fueron logros menores.
Pero el embrión de la sociedad civil nació muerto a la sombra de Vamos México, de Romero Deschamps y de Elba Esther.
De lo que siguió con Calderón, mejor ni hablemos.
Dieciocho años después me sigue causando escozor mi ingenuidad de entonces.
El mismo malestar siento hoy cuando veo a medio país de rodillas ante un nuevo presidente que se anuncia como el “cambio verdadero” mientras se comporta como, y se rodea de, lo peor del priismo más arcaico.
Y no, no es asunto de esperar a ver cómo gobernará, que esa lagartija ya está muy apedreada: los resultados de las administraciones de AMLO a la fecha son indistintos a los de cualquier funcionario de carrera promedio, de cualquier partido.
Lo asombroso es que tanto su desempeño deslucido como sus gastados gestos nacionalistas, autoritarios y populistas —el uso de indígenas y pobres como escenografía; el énfasis en símbolos patrios anquilosados, como el petróleo o el maíz; la centralización de las fuerzas policiales bajo una autoridad personal; los ataques a instituciones que puedan hacerle contrapeso, como la prensa o el INE— son vistos por sus acólitos como brillantes, frescos y esperanzadores.
No lo son. Porque el gobernante López Obrador es y será apenas un reflejo de la tesitura cívica de sus gobernados.
Mientras sigamos entendiéndonos como meros receptores subsidiarios —y, por ende, al presidente como un tata salvador de donde emanan todos los dones dignos de ser recibidos por el pueblo bueno—, en vez de como participantes primarios y activos de nuestra democracia, no habrá tlatoani alguno que pueda rescatarnos de nosotros mismos.
El futuro de México no está hoy en manos de López Obrador, así como no estuvo antes en las de Peña Nieto, Calderón o Fox, sino en la suma de las ideas y conductas, virtuosas o viciosas, de todos los mexicanos.
Y el que nos arrebolemos una y otra vez a los pies del ungido en turno, en vez de tener constantes diálogos respetuosos, inclusivos y críticos sobre su desempeño real, no es precisamente un buen augurio.
No es asunto de esperar a ver cómo gobernará, que esa lagartija ya está muy apedreada