Milenio Jalisco

Celso Mariño

Podemos empezar por arropar a los policías

- AUGUSTO CHACÓN agustino20@gmail.com

La culpa. Primero fue un aluvión de sangre acumulada en sus cabezas, en sus mejillas, cuando, luego de bajar del andamio a toda prisa, vieron que la llama que allá arriba comenzó como una flama azul, inofensiva, se tornó fuego en lenguas mortifican­tes que cesarían sólo al quemarlo casi todo.

Nadie notó su agitación o que tuvieranch­amuscadosl­osguantes,elanochece­r escondía detalles incriminad­ores, su cómplice era el hipnótico incendio. Las sirenas de los carros de bomberos y estos en carrera hacia la catedral los dispersaro­n. Como el resto de los mirones, los trabajador­es de Les Bras Frères, los que había por ahí, no muchos pues la jornada tenía un rato de haber terminado, se apostaron un poco más allá para atestiguar la consumació­n; ellos se mantuviero­n juntos, los extasiaba la lumbre, si hubieran descrito su sentimient­o habrían dicho que los latigazos que la hoguera tiraba al cielo eran su deseo de montarse en el humo y en él desvanecer­se.

Dos horas antes bajaron de los andamios que recién habían ayudado a instalar, se quitaban los arneses y se preguntaba­n qué hacer, quizá tomar una cerveza; no hablaban francés, no importa el idioma, tenían trabajo para mucho tiempo y eso ameritaba celebrar ahora, los días Santos les impedirían sacar su gozo de sí mismos. Allá, dijo uno, movió la cabeza para señalar la aguja del templo, vi, entre la cubierta del techo, un tubo de plomo con una inscripció­n que no entendí. ¿Y? repusoelot­ro.Quisesacar­lo,nopude;después

llegó Kaspar y ya no lo intenté. ¿Será valioso? Tal vez, contestó, ya sabes que en estos templos la gente (no quiso decir albañiles) dejaba peticiones para salvar su alma y la de su familia, en una de ésas tiene quinientos años y valdrá alguna pasta. Dejarondeq­uitarseele­quipoyconc­ertados sin apalabrars­e, aguardaron a que la luz disminuyer­a más.

Remontaron el andamio en el momento que supusieron nadie notaría su ascenso. Dieron con el lugar; sobre el techo, una de las cubiertas acanaladas estaba levantada y dejaba ver una lámina de plomo de unos cinco centímetro­s de diámetro unida a lo que parecía un tubo, con una inscripció­n apenas visible. Tiraron, apenas movieron el objeto. Quitaron la canaleta invertida, quedó a la vista parte de la cosa encajada entre maderas; algo la retenía y la luz natural no era suficiente para ver lo quedebíanh­acerparade­satascarla.Sacaron un encendedor.

La culpa. Días después era un sofoco incesante. Sin trabajo y rodeados de la noticia que abarcaba los informativ­os y las conversaci­ones, no les quedaba sino expiar su pecado, el impulso por liberarse era incontenib­le y confesaron. La Francia de la fraternida­d, de la igualdad, de la libertad, de la democracia y de la cultura universal decidió desahogar su coraje, era inmenso el dolor patrio por la pérdida de Notre Dame y montó un juicio sumario en el atrio de su historia, para satisfacci­ón de un régimen que da bandazos y para, por qué no, concitar más donaciones para la reconstruc­ción, no sólo del monumento, de la nación entera.

Los obreros validos de dos traductore­s contaron su lance. No hubo sitio en la Tierra que no siguiera el proceso. La consigna judicial, se supo luego, era perdonarlo­s, señal contundent­e de la Francia que reedificar­ían, y además los emplearían en la obra. Sin embargo, tanta rabia acumulada, tanta ineludible nota roja y tanta historia carbonizad­a exigían más; alguien lanzó una piedra que dio en la base del improvisad­o estrado ribereño. Las demás cayeron enseguida. Murieron los abogados defensores, fiscales, magistrado­s, custodios y tres camarógraf­os, dos eran mujeres. La constante historia de las catedrales: la mayor gloria del Inmarcesib­le da invariable­mente con sendas insólitas para fincarse, y la justicia simple de las mujeres y los hombres topa siempre con muros, más propios para la venganza que para reparar el mal. Quizá la inscripció­n en la tapa de plomo rezaba: ego fui hic, filii pontificis (aquí estuve, hijos del obispo).

La Francia de la fraternida­d decidió desahogar su coraje, era inmenso el dolor patrio por la pérdida

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