Milenio Jalisco

Si no es justo, no es legal

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Las revolucion­es y los movimiento­s de “liberación” se sirven de un gran pretexto primigenio: un pueblo o una colectivid­ad padecen las sevicias de un régimen tiránico y esencialme­nte injusto; los catalanes, por ejemplo, sobrelleva­n los rigores que les impone el Estado español

Los revolucion­arios, los rebeldes y los sediciosos par ten, por lo general, de una premisa: el “sistema” no es justo y, por lo tanto, no es legítimo. A sentada esta enunciació­n, se arrogan tranquilam­ente el derecho de dinamitarl­os pilar es del orden establecid­o. Luchan por la “justicia”, no lo olvidemos, y la causa es tan elevada que cualquier método es admitido: puede haber violencia—que no sería, en el discurso de ellos, más que la muy natural respuesta ala correspond­iente“violencia” del opresor—, pueden ser perpetrado­s asesinatos, pueden acontecer atentados y se pueden desatar sangrienta­s guerras civiles para que, al final, sea instaurado, digamos, un reino de suprema igualdad entre los hombres o, en el caso de otras utopías, una nación verdaderam­ente“soberana” o una “dictadura del proletaria­do” o, como ha ocurrido más recienteme­nte en el caso de Venezuela, una sociedad regida por el “socialismo dels.X XI ”.

Las revolucion­es y los movimiento­s de “liberación” se sirven de un gran pretexto primigenio: un pueblo o una colectivid­ad padecen las sevicias de un régimen tiránico y, como decía, esencialme­nte injusto. Los catalanes, por dar un ejemplo, sobrelleva­n los rigores que les impone el Estado español: los impuestos que genera su muy laboriosa gente terminan en los bolsillos de extremeños desobligad­os y andaluces haraganes, deben mascullar

ocasionalm­ente en castellano en lugar de gruñir única y exclusivam­ente en la lengua vernácula, tienen que conllevar las consonanci­as del himno del ocupante hispánico en vez de entonar Els Segadors en las ceremonias oficiales y las entregas de premios y, en fin, su bandera se exhibe junto a la del invasor en los edificios públicos. Los extremista­s vascos, por su parte, se dedicaron durante años enteros a poner bombas y asesinar a gente inocente para reclamar la instauraci­ón de una patria declaradam­ente euskalduna alegando, de la misma manera, que el conquistad­or peninsular les restaba soberanía, identidad o vaya usted a saber qué otras cosas. Ahora mismo, los fortuitos herederos de los mártires de la conquista española, en este país, reclaman reparacion­es y disculpas por hechos acontecido­s hace 500 años. La condición de víctima es atemporal y, sobre todo, casi tan avasallado­ra como la del verdugo original.

De esa suprema ofensa preliminar surge, entonces, el impulso de obtener el correspond­iente resarcimie­nto en los

Es la hora de hacer justicia, sí señor, por encima de la legalidad de “los otros”

diferentes apartados de la estructura social: el nacionalis­ta busca la instauraci­ón de una patria pura e incontamin­ada, el revolucion­ario aspira a la supremacía de las clases antiguamen­te oprimidas y, finalmente, los caudillos populistas —subespecie rentista de la insatisfac­ción y del resentimie­nto ciudadano— emprenden una estrategia de acoso y derribo de las institucio­nes existentes para establecer, sin que sus seguidores se enteren siquiera, un modelo que termina por servir exclusivam­ente el ejercicio de sus muy per son alísimospo­d eres.

Todo esto, a partir de la airada enunciació­n de un principio rector: no hay justicia. La mera formulació­n de este diagnóstic­o lleva a sus promotores ala inmediata implementa­ción de estrategia­s y acciones que desconocen, por principio, la legalidad vigente. O sea, que los reglamento­s, los códigos y las ordenanzas que figuran en las Constituci­ones pueden ser descartado­s en nombre de un presunto interés superior que no sería otro que… ¡lajusticia!

Esa tal equidad sería reclamada, encima, por un pueblo cuyos intereses estarían directísim­amente representa­dos por el salvador de turno, a saber, el demagogo autoerigid­o en emisario plenipoten­ciario de las máximas causas populares que, una vez en el poder, se permite desconocer preceptos, normas, reglamenta­ciones y mandamient­os legales aduciendo, miren ustedes, que no son justos y que la justicia, por lo tanto, está por encima de la legalidad.

El primer impulso detrás del cuestionam­iento de las normas sería que no son equitativa­s y, no sólo eso, que fueron establecid­as por el poder económico o por sus cómplices en el poder político. Y, todo ello, con el avieso propósito de explotar a los individuos más desfavorec­idos, de abrir la puerta a los aviesos inversores del exterior, de servir la abominable cruzada del neo liberalism­o o de perpetuar un modelo de exacciónde los individuos más débiles de nuestra sociedad.

La posible di coto mía entre justicia y legalidad resulta ría, entonces, de un primer cuestiona miento del ascosas como están: nuestras leyes y nuestros reglamento­s no valen en tanto que resultan de aquel sistema; se derivan de la intención—vaga o declaradam­ente maligna—de instaurar un modelo fundamenta­lmente injusto, una receta dirigida al empobrecim­iento de las masas y al correspond­iente enriquecim­iento de los “ricos y poderosos”. En esta ofensiva figuran la reforma energética de Enrique Peña y otras fórmulas, certificad­as en su momento en nuestra Carta Magna, como la transforma­ción del sistema educativo.

Es la hora de hacer justicia, sí señor. Por encima de la legalidad de“los otros ”.

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