Tiempo, política y libros
Cualquiera que haya conocido la industria editorial de hace unos años, habrá podido advertir que hoy no solo se publican más títulos, sino que sus tirajes se han ido reduciendo. Se reducen más los tirajes de libros literarios que de los no literarios,
pero ambos pasan por lo mismo. Simultáneamente se reconoce una contracción en el mercado. También puede llamar la atención una increíble cantidad de textos atados a una ventana de tiempo limitada. Ensayos del momento, escritos para él y sin preocupación por envejecer. Coyuntura, para usar un término que, a pesar su sonoridad espantosa —quizá con ella—, refleja nuestra relación no solo con los libros, sino también con aquello que nos rodea. Es el síndrome de la mesa de novedades.
La industria editorial sabe que cada libro es una apuesta. Hay algunas con mayores probabilidades que otras. El posible papel público del autor, así como el tema, se transforman en factores relevantes. El de la calidad del libro se mantiene afortunadamente en el instinto y oficio de los editores, aunque por razones comerciales da la impresión se le permite participar menos de lo que me gustaría. El conflicto es el de un jugador profesional: no siempre más apuestas le dan a uno más ganancias. Una especie de ruta masoquista que la industria editorial decidió tomar y resultó en la canibalización del mercado. No solo se publican más libros de los que se pueden leer, se publican más de los que se pueden vender.
No es extraño que se responsabilice a ciertos cambios de hábitos por la reducción de ventas. De la piratería hasta la aparición de plataformas digitales con contenidos audiovisuales.
El problema puede ser aún más profundo. Nuestra relación con el tiempo.
Durante años renegué y me costó entender a qué se refería la gente cuando hablaba de lectura de comprensión. Siempre tuve ligado el acto de comprender a lo que se tenía enfrente. Hacer lo contrario significaba, simplemente, no leer. Era pasar las páginas. Este mismo proceso se aplica a la escucha de un diálogo. En el aciago de la edad donde la realidad análoga sustituye a la realidad, cada vez es más frecuente que se pueda escuchar algo y entender una cosa totalmente distinta. O bien, darle un significado muy personal al punto en que un hola quiera decir adiós.
No son los terrenos de la subjetividad gracias a los cuales una misma novela tendrá diferentes lecturas. Me siento obligado a pensar en la desincronización a la que llevamos el lenguaje con los aspectos de la vida. Una tarea imaginable desde el atropello al tiempo. Leer, escuchar y entender no son asuntos de segundos ligeros.
En política, la democracia, la libertad y la verdad son inversiones a largo plazo. Sería muy fácil adjudicarle de forma exclusiva su aparente desvalorización a malos políticos o gobernantes. No queremos darle tiempo a lo que lo requiere, parece que estorba. Embobecimos con la supuesta horizontalidad desde la que cualquiera podría ser buen político o buen escritor, y surgieron políticos que no entienden su oficio y libros que no se perdía nada por no publicarlos. Síntomas parecidos que se intentan resarcir mientras se busca un norte que evada el extravío.