Milenio Jalisco

“Blanco Moheno y su Crónica de la Revolución Mexicana”

- Héctor Raúl Solís

i usted se interesa en la historia política de MéSxico,

le recomiendo un libro escrito por un apasionado periodista, historiado­r y narrador. Se trata de Roberto Blanco Moheno (1920-2001), quien por muchos años destacara como un líder de opinión y permanente comentador de los asuntos políticos.

Creo que una preocupaci­ón da carácter a su trayectori­a intelectua­l: comprender los tortuosos caminos de la vida pública de México que por momentos parecen no conducir a ningún sitio y desesperan al más optimista.

El texto al que me refiero es su Crónica de la Revolución Mexicana. Desde mi punto de vista, es un clásico del ensayo periodísti­co e histórico.

Las páginas de Blanco Moheno impresiona­n por su franqueza y su pasión crítica: el esfuerzo de juzgar a los hombres que hacen la historia a la luz de su congruenci­a o falta de ella. No se reduce a intentar un recuento cronológic­o de lo ocurrido: relaciona los hechos con las decisiones de quienes toman parte en ellos y con las circunstan­cias sociales, económicas y políticas que condiciona­n la acción humana.

Al final, en una aparente coincidenc­ia con el análisis marxista, para Blanco Moheno la corrección ética de las decisiones de los actores históricos se vincula con el grado en que procuran hacer avanzar los intereses generales del pueblo, acaso el sujeto fundamenta­l de la historia y la fuente última de lo que le da sentido.

Sólo le quiero mencionar aquí, como ejemplo, el trato que el autor da a Francisco I. Madero, el llamado Apóstol de la democracia mexicana.

Desde el principio del libro, Blanco Moheno deja clara su postura con toda crudeza: “Madero, engrandeci­do por su doloroso sacrificio –lo mismo que Pino Suárez— representa únicamente la facción del porfirismo que se alzó ante el dictador no para defender los derechos del pueblo, sino para cambiar a las personas secundaria­s en la sucesión electoral”.

Por sus vínculos personales y familiares, así como por su situación de clase económica, Madero no estaba separado ni contrapunt­eado con la clase gobernante.

Madero buscó pactar con el presidente Díaz su participac­ión en la contienda electoral de 1910 como su compañero de fórmula para alcanzar la vicepresid­encia de la República. Al fin que a don Porfirio, considerad­o su avanzada edad, no le quedaban muchos años de vida, de manera que ese puesto era la antesala del poder presidenci­al.

Por consiguien­te, su revolución, el impresiona­nte movimiento social que abanderó, no tenía el carácter propio de un movimiento genuinamen­te revolucion­ario. Su interés, en todo caso, era ascender en la escala política nacional.

Blanco Moheno no da concesione­s. El juicio que le dedica a Madero lo descalific­a prácticame­nte por los cuatro costados. Veamos:

Dice, de Madero: “de toda la palabrería que soltó en su época de agitación, solamente sostuvo el lema Sufragio efectivo, no reelección. Jamás vio el problema agrario, base de todos los problemas mexicanos. Jamás comprendió la monstruosa injusticia que encerraba el sistema político de Díaz. Nunca denunció las horribles condicione­s en que vivían —¿vivían?—los obreros. Para Madero, bastaba con el ejercicio de lo que él entendía por democracia para que todos los males desapareci­eran”.

Por si fuera poco, Madero ni siquiera estuvo a la altura de las circunstan­cias en términos del ejercicio del poder. Nunca tuvo la necesaria sensatez, inteligenc­ia y malicia para controlar el destino nacional. Blanco Moheno describe con precisión la manera en que se aisló de las propias fuerzas revolucion­arias que lo llevaron al poder y con los líderes que podían haberl0 socorrido. Se enemistó con Villa, Pascual Orozco y Emiliano Zapata. Además, tampoco tenía buenas relaciones con Carranza y por si fuera poco terminó distanciad­o de sus propios correligio­narios. Aún es objeto de comentario el hecho de que impuso a Pino Suárez como su candidato a la vicepresid­encia a pesar de que éste no gozaba del apoyo popular.

Venustiano Carranza, a la sazón gobernador de Coahuila, fue testigo de las pláticas de paz celebradas en Ciudad Juárez entre Madero y los representa­ntes del gobierno federal. Gran decepción sintió al saber que en los planes del Apóstol no estaba sustituir al viejo aparato burocrátic­o y militar del Porfiriato. Es célebre, según la narración de un testigo, la exigencia de Carranza para que los revolucion­arios no negociaran posiciones claves de gobierno ante los representa­ntes del gobierno de Díaz. Varios de los asistentes narran las palabras de Carranza: “Revolución que transa, es Revolución perdida”.

Pero Madero, influido por sus familiares, transó y dejó prácticame­nte en el poder al mismo grupo que gobernaba el país en la época de Díaz. El resultado fue lógico. La lección hay que aprenderla: si quien legítimame­nte detenta del poder no lo ejerce, otros lo utilizarán en contra suya.

Esto y mucho más encontrará el lector en este magnífico libro de tres tomos.

El juicio que le dedica a Madero lo descalific­a prácticame­nte por los cuatro costados

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