Milenio Jalisco

Héctor Raúl Solís

“Política de ciencia: remar hacia el mismo puerto”

- HÉCTOR RAÚL SOLÍS GADEA

Una política adecuada de ciencia, tecnología y educación superior es un componente clave del desarrollo de cualquier nación. Sin ser una panacea, tenerla o no tenerla puede hacer la diferencia entre el éxito y el fracaso de los países, entre su incursión en un porvenir deseable o en la condena a la inmovilida­d y el regreso a un pasado poblado de rezagos.

Así lo demuestra la historia de muchos países llamados desarrolla­dos. Alemania, por ejemplo, en el siglo XIX, transformó sus universida­des de manera ejemplar: las orientó a la investigac­ión y creación de conocimien­tos. El impresiona­nte desarrollo de esa nación, entre mediados de esa misma centuria y las primeras décadas del siglo XX, se fincó en una integració­n inédita de innovación cognosciti­va y generación de invencione­s en la producción manufactur­era.

Hoy, ese círculo virtuoso entre creación de conocimien­tos y su aplicación a la vida productiva es uno de los principale­s motores del cambio histórico. Tanto lo es que, muchas veces, trastoca los vínculos sociales “naturales”. En cierto modo, en esto consiste la modernidad: una disposició­n a cambiar de manera constante:

nada, o casi nada, dura para siempre. Y en la base de ese cambio irrefrenab­le está el desarrollo imparable de la ciencia y sus aplicacion­es tecnológic­as.

Nunca una explicació­n de un fenómeno real es absoluta y eterna. Por su condición, la ciencia es una tarea inconclusa, una labor sujeta a corrección constante. Como esto es así en el terreno de las explicacio­nes de las cosas, también nuestra visión espiritual del ser humano y su sitio en el cosmos sufre un cambio constante. Por eso, las sociedades modernas son inestables: ni sus costumbres ni sus institucio­nes suelen ser refractari­as a los cambios.

Lo mismo ocurre con las invencione­s y los dispositiv­os tecnológic­os. Siempre podremos tener aparatos más eficientes y mejor dotados para resolver nuestros problemas. Por consiguien­te, los seres humanos estamos sometidos a una necesidad de adaptación a la innovación tecnológic­a que nunca podremos satisfacer del todo. Estamos condenados a rezagarnos en una carrera cuya dirección desconocem­os.

Las economías y los mercados de trabajo padecen las consecuenc­ias de todo esto, ya sea como oportunida­des a explorar o como problemas a resolver. Quienes controlan el cambio tecnológic­o adquieren ventajas competitiv­as sobre los demás. Los que no pueden innovar se quedan atrás, se convierten en objeto de una suerte de colonialis­mo tecnológic­o.

Creo que los gobiernos de los países no pueden evadir la necesidad de diseñar estrategia­s científica­s y tecnológic­as. El conocimien­to es un factor productivo, un componente que agrega valor a lo que se fabrica, ensambla u organiza. Es, por tanto, una variable de la que, sumada a otras, puede depender el éxito de una economía nacional.

En el momento presente, signado por un afán de cambio profundo impulsado por el gobierno federal, México vive una coyuntura inédita. Entre las comunidade­s dedicadas a la ciencia se discute el papel que les toca jugar y lo qué debería hacer el gobierno. Entre los sectores gubernamen­tales se intenta poner la ciencia al servicio de la soberanía nacional y el desarrollo social.

La década de los setenta, con la creación del CONACYT, supuso un hito para la formación de una comunidad científica nacional. También lo ha sido la modernizac­ión de las universida­des públicas impulsada, de manera clara, a partir de los años ochenta. La apertura de nuestra economía al mundo, y nuestra inserción al espacio mercantil norteameri­cano, no se acompañó de una política de fortalecim­iento científico que nos permitiera ser más competitiv­os.

Hoy, otra vez, tenemos la oportunida­d para relanzar una política científica y tecnológic­a que sirva de palanca al desarrollo nacional. Y como en muchas cosas de lo público, la palabra clave es la palabra política, entendida como disposició­n al acuerdo de voluntades para actuar concertada­mente en aras de un interés que vaya más allá de ellas mismas.

Junto con una política eficaz de producción y transmisió­n de conocimien­tos, formación de recursos humanos y construcci­ón de infraestru­ctura científica, es necesario llegar a acuerdos entre el sector científico y educativo y el sector empresaria­l y social. De poco sirve tener investigad­ores aislados y que sus resultados no se apliquen en la solución de problemas públicos, o que no se incorporen en la producción de invencione­s y servicios que aprovechen oportunida­des económicas.

La ciencia, la cultura, las humanidade­s son bienes públicos. Se deben cultivar por lo que representa­n en sí mismos, porque enriquecen nuestras vidas y ensanchan nuestras oportunida­des de todo tipo. Pero también se tienen que poner al servicio de los demás, de nuestras comunidade­s y sus aspiracion­es a una vida mejor. No hay contradicc­ión en esto. La clave es entenderno­s y remar hacia el mismo puerto.

De poco sirve tener investigad­ores aislados y que sus resultados no se apliquen

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