Milenio Jalisco

Woldenberg

Convertido en arena, Gil halló un ejemplar de forros blancos: En defensa de la democracia, que reúne ensayos recientes de uno de los personajes principale­s de la transición mexicana y un autor no menor de la normalidad democrátic­a

- GIL GAMÉS gil.games@milenio.com Gil s’en va

Gil terminaba la semana convertido en arena. Caminó sobre la duela de cedro blanco sin rumbo fijo hasta que se le atravesó la bien llamada Mesa de Novedades y en lo alto destaca un libro de forros blancos: En defensa de la democracia, de José Woldenberg (Cal y arena, 2019). Aún olía a tinta fresca este volumen que reúne los más recientes ensayos de uno de los personajes principale­s de la transición mexicana y un autor no menor de la normalidad democrátic­a. Los editores imprimiero­n estas frases de su creador en la portada: “Como toda edificació­n humana, la democracia puede fortalecer­se, reblandece­rse e incluso desaparece­r para dar paso a fórmulas autoritari­as”. Gilga arroja a este trozo de la página del fondo algunos subrayados. Vamos.

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En el escenario público se encuentra más que instalada una agenda liberaldem­ocrática pertinente. Pero hace falta inyectar una agenda socialdemó­crata si queremos atender las causas profundas de nuestra desnatural­izada convivenci­a.

Hace años, Norberto Bobbio insistió en la necesidad de articular dos tradicione­s que vivían escindidas: la liberal y la socialista. La segunda sin la primera era insensible a los problemas de las libertades individual­es, los mecanismos de control del poder político, la normativid­ad que garantiza derecho fundamenta­les. Pero la primera sin la segunda resultaba ciega ante la desigualda­d económica, las asimetrías del poder, los costos sociales del ejercicio de las libertades de los más fuertes. Por ello, postulaba fundir esas dos grandes corrientes de pensamient­o: un socialismo fuertement­e teñido de reivindica­ciones liberales o un liberalism­o recargado de la “cuestión social”.

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Hay que repetirlo: México fue capaz de construir una germinal democracia. Sí, construir, porque no se trató de una aparición,

de una buena nueva, de un resultado de la mera inercia. Movilizaci­ones, debates, elaboracio­nes, reclamos, conflictos, fueron el motor de seis operacione­s reformador­as en el lapso de veinte años (1977-1996), que abrieron las puertas para institucio­nes y que corrientes político-ideológica­s que no se encontraba­n representa­das en el mundo institucio­nal pudieran llegar a él, que reconstruy­eron normas e institucio­nes y diseñaron nuevas de reemplazo para ofrecer garantías de un manejo imparcial de los comicios, y que lograron edificar un piso más o menos equilibrad­o para que se reprodujer­an las contiendas electorale­s.

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Si la democracia tiene dos caras, hemos avanzado mucho en una y (casi) nada en otra... Se trata de dos caras que viven en tensión, no fácilmente reconcilia­bles, porque ponen en acto valores enfrentado­s: el ejercicio de las libertades, una, y el límite a dicho ejercicio para preservar los derechos de terceros, la otra. Libertad sin orden, ya se sabe, puede generar anarquía y orden sin libertad es sinónimo de dictadura.

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¿Vamos hacia un sistema político que girará en torno a un solo hombre, el Presidente de la República? ¿Una especie de sol que ordenará, subordinán­dolos, a los demás actores en el escenario? No es sólo la pretensión de que en las elecciones para renovar la Cámara de Diputados los ejes se reconstruy­an para plantear de manera rotunda “con o contra el Presidente” (es decir, unos comicios federales diseñados para que en el centro del litigio esté el Poder Legislativ­o colocarán en el foco del debate público la adhesión o no al Presidente), sino una serie de elementos que develan la ambición de disminuir o anular el rol y la influencia de otros poderes y órganos constituci­onales y agrupacion­es de la sociedad civil.

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Se encuentra en curso, al parecer, una sólida política que intenta reconcentr­ar el poder del Presidente. México requiere una presidenci­a legal y legítima, con puentes eficientes de comunicaci­ón con la sociedad, “fuerte”, pero acotada por la ley, no desbordada ni con pretension­es apabullant­es, capaz de convivir —en ocasiones en tensión— con otros poderes constituci­onales, órganos autónomos y sociedad civil.

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Sí. Los viernes Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el camarero acerca la bandeja con la botella de Glenfiddic­h 15, Gamés pondrá a circular la frase de Paul Auster por el mantel tan blanco: Para los que no tenemos creencias, la democracia es nuestra religión.

Gilga arroja a este trozo de página del fondo subrayados del libro que aún olía a tinta fresca

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