Gobernar los grises
Llevamos meses en una discusión que asume un periodo de cambio cuando, en realidad, nos encontramos en un espacio intermedio. La vida democrática de los Estados se compone de ellos. No de blancos ni de negros, como de grises. Muy a pesar de quien crea lo contrario.
El cambio establecido deja de ser cambio, se transforma en el estado de las cosas y, de considerarse infalible, fácilmente se torna antidemocrático. Sin darse cuenta, aparecen quienes reclaman por ser una nueva elite y oligarquía.
Entre las bastas deudas de la vida pública mexicana, está la incapacidad de regular y habitar en forma eficiente nuestros universos de grises. Los múltiples intermedios que transformamos en abanicos de lo relativo. Situamos a la subjetividad por encima de la prudencia y de la sensatez. Lo gris es visto como oportunidad de manipulación.
En México, conservamos una amplia negación a movernos dentro la medianía de la ley, de la política. Los puntos comunes son desechados en aras de visiones personales o de grupo, no de comunidad. Desde ahí se eluden las constantes.
En el desprecio a la entidad encargada de medir la efectividad del combate a la pobreza, el gobierno mexicano no imagina que sus estrategias puedan salir mal. Actúa como si la realidad se manejara en absolutos que, en su caso, solo apuntarán a un extremo. No hay grises. En la modificación que amplía el mandato del gobernador en el estado de Baja California, el Ejecutivo mexicano prefiere no ver una transgresión a su mandato constitucional. Se pierde en los grises. Ante la migración, la operación de la Guardia Nacional se da en los terrenos de la incertidumbre. A los grises se les ven notas de color.
Nuestra relación con el espacio intermedio es completamente perversa.
Este no es un país de leyes, ni siquiera las de probabilidad, sino de lo que es subjetivamente legal.
El actual, como otros gobiernos mexicanos, tiene un gusto por transitar en lo prelegal y lo supralegal. Antes de la ley y encima de ella. Nunca entre los límites que brindan el campo de maniobra. Hemos reducido lo legal a un acto de fedatario, porque en sí no importa. Discutimos lo ridículo del acto y banalizamos los acuerdos máximos. El acuerdo democrático, la estabilidad de las reglas políticas, se compone de límites intercambiables.
Para saber habitar los grises e intermedios fuera de visiones personales, que los consumen, existen escalas de jerarquías que imponen límites públicos a expectativas particulares. Todas sujetas a discusión acorde a los tiempos, en la elasticidad de las mismas sociedades. Su base es la ley. Solo modificable dentro del universo contenido de sí misma. De otra forma, se otorgan privilegios a visiones particulares y no públicas.
Con tal de sostener una extraña relación con las jerarquías, se abusa de lo relativo que permite la subjetividad. Lo grande se reduce a conveniencia y lo pequeño, crece en la medida en que se puedan exacerbar o suponer sus beneficios. En las costumbres políticas mexicanas, lo diminuto sustrae el significado de lo mayúsculo. Se convierte en él.
De seguir creyendo que el aumento de parloteo político es equivalente a mayor consciencia política, es probable que también nos estemos equivocando.