Brayan Alexander
Este no es un homenaje, es un ejercicio de perplejidad. Quien escribe, describe a un desconocido. Lo hace a partir de una imagen que se hizo viral la semana pasada. La imagen en cuestión corresponde a un chico que yace en el piso de un restaurante de comida rápida ubicado en un centro comercial del municipio de Zapopan.
Al momento de mirar la imagen, el chico en cuestión no tiene edad, ni tiene nombre, ni futuro, ni nada. Es otro cadáver más que pasa frente a nuestros ojos en este horrendo festival de la normalización del horror, la muerte y la violencia.
Debajo de su cabeza hay una mancha de sangre. Tiene los ojos entreabiertos, coagulados en una última imagen. Su mano derecha empuña un arma y yace sobre su vientre. No debe pesar más de sesenta kilos. Su vestimenta es la típica de cualquier muchacho.
Pasados los días, el joven adquiere un nombre, se llama Brayan Alexander y tiene 17 años, pero esta información no explica cómo terminó ahí. Esos datos no nos revelan cuáles fueron los eventos que propiciaron que Brayan Alexander terminara como terminó. Solo podemos especular, pero como sociedad y especialmente como gobiernos, no podemos darnos ese lujo, tenemos la obligación de comprender y de entender.
Comprender y entender es muy distinto de juzgar por juzgar. Una buena parte de la sociedad tiende al juicio simplón: “Lo mataron por lacra”, “Se lo merecía”. La orquesta de las redes sociales se coordina para tocar sus notas más tajantes. Brota la voz de la superioridad moral, esa partitura que se desenvuelve en una mezcolanza entre clasismo y racismo, que también son violencia, violencia que conduce a la exclusión, a la segregación y eventualmente genera odio.
Y de lo que se trata es de prevenir ¿cuántos jóvenes están en esa línea de fuego? ¿quién los ve? ¿quién los escucha? ¿cuánto tiempo va a pasar para que otro muchacho se incorpore a las estadísticas? ¿cuánto falta para la nueva escena de horror? En la terrible era del neoliberalismo hubo un renacimiento, al menos en el discurso, de atención a los jóvenes. Desde el plano nacional, hasta el municipal, se crearon institutos de la juventud y políticas públicas en torno a sus necesidades. De unos meses hacia acá, el tema está borrado de la agenda pública. En el plano federal, las acciones se reducen al otorgamiento de la beca Jóvenes Construyendo el Futuro, pero ni el plano estatal, ni municipales se han difundido los planes y políticas hacia la juventud.
La muerte de Brayan Alexander debería ser un pretexto para volver a colocar la agenda de la juventud y contribuir a la visibilización de los jóvenes como un grupo vulnerable.
Dar por sentado que Brayan Alexander murió por ser sicario, sería el equivalente a pagar un boleto para ver los créditos al final de la película, y, a partir de ello, pretender juzgar un largometraje. No podemos permitirnos esa ligereza. Su muerte debería despertar más preguntas, más atención y más explicaciones que, por ejemplo, la muerte de Martín Arzola, alias El 53, asesinado ese mismo día, quizá a manos del propio Brayan. No hacerlo sería negar que Brayan también es una víctima.
Su muerte debería despertar más preguntas, más atención y más explicaciones