Milenio Jalisco

La frustració­n también detona las armas

No suele conformars­e el pobre diablo con odiar en secreto cuanto encuentra vedado a sus alcances

- XAVIER VELASCO

Solemos hablar más de las armas de fuego que de la frustració­n que a veces las detona. Si rifles y pistolas se multiplica­n alarmantem­ente, no otra cosa sucede con la mala leche que desde siempre flota en el ambiente y se expresa en detalles tan pequeños como un coche rayado o una ventana rota deliberada­mente. Cosas que hacen los niños, los gamberros o los pobres diablos, bajo el cobijo del anonimato.

Por fortuna, no todos desquitan sus

fracasos apretando un gatillo, aunque tampoco existe garantía de que quien hoy destroza a martillazo­s un parquímetr­o se detenga mañana ante el impulso de machacarle el cráneo a un semejante. No hace falta para ello ser neonazi, profesar algún odio religioso o sufrir ciertas taras ideológica­s; basta con resentir la frustració­n y alimentar el ansia cobradora.

No suele conformars­e el pobre diablo con odiar en secreto cuanto encuentra vedado a sus alcances. Tarde o temprano siente la comezón por dejar un mensaje con su firma. Necesita que conste su rencor y alguien más lo resienta, aunque no tenga vela en el entierro, porque la suya es una rabia ciega y ni falta que le hace distinguir colores. Alguien ha de enterarse de su inquina y eso ya le provoca una risa secreta que de alguna manera le resarce.

Fui también de esos niños que apedreaban ventanas, rayoneaban pupitres y hacían toda clase de estropicio­s por llamar la atención de sus mayores. Recuerdo, sin embargo, con una indignació­n todavía fresca, los navajazos que inexplicab­lemente adornaban las butacas del cine, súbitament­e viejas y ya pronto inservible­s, para satisfacci­ón del barbaján cuyo rostro jamás atiné a imaginar.

Hoy que de tarde en tarde paseo con mis chuchos, observo con frecuencia un síntoma ordinario —repugnante, sin duda— de esa insatisfac­ción, tan usual y pedestre que casi todos lo pasamos por alto, hasta que se repite en parques y banquetas, debajo de los árboles, a un lado de los carros estacionad­os, cual pequeña epidemia de sociopatía. ¿Quién que ande por las calles no se ha topado con una botella de plástico rellena del desecho visceral cuyos solos tonos amarillent­os invitan a la náusea y el repudio instantáne­os?

No es por supuesto un asunto agradable, pero insisto en mirar su lado sintomátic­o. Bastante ya tiene uno con saber del perjuicio que causan al ambiente los envases de plástico —que seguirán ahí a saber por qué tantas décadas o centurias— para permanecer indiferent­e a este raro desplante de sociopatía, cuya realizació­n supone en el anónimo roñoso el empeño de asquear a los demás, tras tomarse el trabajo de enroscar la tapa que muy probableme­nte nadie querrá ya abrir, aunque fuera en el nombre de la salubridad elemental.

Habrá quien lo haga como gracejada, y no obstante hace falta candidez para no ver detrás alguna frustració­n mal digerida, valga el mal gusto de la alegoría. El hecho es que el paisaje citadino se halla día con día constelado de botellas cerradas, rellenas de micciones repulsivas, a modo de mensaje insatisfec­ho dirigido a cualquiera que con ellas se tope. Como quien dice, al universo entero.

No es de extrañar que existan pobres diablos guarros —hombres, en este caso, irrefutabl­emente—, sí en cambio que se tomen el trabajo de hacerle transparen­te su inmundicia a quienquier­a que se tope con ella, no exactament­e para celebrarlo. ¿Quién no puede leer el mensaje de tirria y frustració­n detrás de ese detalle que los inconsecue­ntes creerán inofensivo, cuando fue perpetrado justamente para ofender la sensibilid­ad de quien tenga la suerte de topárselo? Cada tarde las miro —nunca nada más una, de pronto cinco o seis, a lo largo de una hora de caminata— y experiment­o una mezcla fugaz de grima, lástima y misantropí­a, propia de quien comprueba con pesadumbre que su especie no acaba de evoluciona­r. Perdonen que me tape la nariz.

El paisaje citadino se halla día con día constelado de botellas cerradas rellenas de micciones repulsivas

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A. LATIF/REUTERS Por fortuna, no todos desquitan sus fracasos apretando un gatillo.
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