Milenio Jalisco

Se podría vivir sin reglas

- IGNACIO CARDONA dr.ignaciocar­dona@gmail.com Twitter: @ icardonam

Vivimos en una época en que todos nos sentimos oprimidos y reprimidos por las reglas, tanto escritas como no escritas. La convivenci­a en casa, en el trabajo, en los espacios públicos, etc. Incluso las relaciones están plagadas de regulacion­es y trámites burocrátic­os que rigen cada uno de nuestros movimiento­s. Nos pronunciam­os contra las reglas por ser una afrenta a nuestra libertad, y argumentam­os que están “allí para ser violadas”.

Estudiosos del comportami­ento humano creen que el problema no son realmente las reglas, las normas o las costumbres en general y nos invitan a que hagamos el ejercicio de imaginar la vida en un mundo sin reglas.

Para empezar, nuestros cuerpos siguen leyes biológicas muy estrictas y complejas, sin las cuales todos estaríamos condenados a morir en poco tiempo si no se cumplen.

Las reglas en el deporte se desarrolla­ron para hacer una competenci­a más justa y disminuir el riesgo y magnitud de las lesiones que cada disciplina conlleva. Muchas de las normas de la vida cotidiana cumplen exactament­e la misma función que las reglas de los juegos: decirnos qué “movimiento­s” podemos y no podemos hacer, conducir a la izquierda o la derecha, detenerse en las luces rojas, hacer fila, no tirar basura, etc., entran en la misma categoría. Son los cimientos de construcci­ón de una sociedad armoniosa.

Por supuesto, durante mucho tiempo ha habido un apetito entre algunas personas por una sociedad menos formalizad­a, una sociedad sin gobierno, vivir en un mundo donde la libertad individual tiene prioridad, conduce a la anarquía.

A pesar de nuestras protestas en sentido contrario, las reglas parecen estar integradas en nuestro ADN. Nuestra relación con las reglas no es exclusiva de los humanos. Otras especies del reino animal se comportan de manera altamente ritualista, por ejemplo, las extrañas y complejas danzas de cortejo están conectados a sus genes, no inventados por generacion­es pasadas. Y mientras los humanos establecen y mantienen reglas al castigar las violacione­s de las reglas, los chimpancés, nuestros parientes más cercanos, no lo hacen. Los chimpancés pueden tomar represalia­s cuando les roban la comida, pero no castigan el robo de comida en general, incluso si la víctima es un pariente cercano .

La capacidad de nuestra especie para adherirse y hacer cumplir reglas arbitraria­s es crucial para nuestro éxito como especie.

Lo negativo es que las reglas pueden desarrolla­r su propio impulso: las personas pueden volverse tan fervientes sobre las reglas arbitraria­s de vestimenta, las restriccio­nes dietéticas o el tratamient­o adecuado de lo sagrado que pueden imponer los castigos más extremos para mantenerla­s.

Y luego está el “arrastre de reglas”: las reglas simplement­e se siguen agregando y extendiend­o, de modo que nuestra libertad individual se ve cada vez más restringid­a. Las restriccio­nes de planificac­ión, las normas de seguridad y las evaluacion­es de riesgos pueden acumularse sin cesar y pueden extender su alcance más allá de cualquier intención inicial.

Las restriccio­nes en las dietas, el cumplimien­to al pie de la letra de duras jornadas de entrenamie­nto físico para conseguir una meta, pueden colapsar nuestro organismo.

Las regulacion­es ambientale­s pueden ser tan severas que la conservaci­ón del equilibrio del ecosistema se vuelve casi imposible. De la misma manera, las regulacion­es sobre el desarrollo de fármacos y nuevas terapias pueden ser tan arduas que se dificultan o retardan la aplicación y uso de tratamient­os potencialm­ente valiosos.

El camino al infierno no solo está pavimentad­o con buenas intencione­s, sino que está bordeado de reglas que hacen cumplir esas buenas intencione­s, independie­ntemente de las consecuenc­ias.

Las reglas, como la buena vigilancia, dependen de nuestro consentimi­ento. Y aquellos que no tienen nuestro consentimi­ento pueden convertirs­e en instrument­os de tiranía. Entonces, quizás el mejor consejo es principalm­ente seguir las reglas, pero siempre preguntar por qué.

El camino al infierno no solo está pavimentad­o con buenas intencione­s

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