Equipos que se vuelven familias
Los equipos que encuentran un cuadro que funciona como mecanismo automático, preciso y consistente tienen un tesoro. Si para cada una de esas piezas, además, guardan un repuesto que ofrezca cierta garantía en caso de lesiones, bajo rendimiento o fatiga, entonces no solo son cuadros, sino auténticas obras de arte.
Esa clase de equipos no suelen verse mucho. Se dan en momentos puntuales en la historia de una liga o una institución, y nacen por distintas razones, la primera y más importante de todas: una forma común de expresar el juego. Cuando en un grupo de jugadores coinciden una serie de valores técnicos, naturales y emocionales que les unen, dejan de ser un grupo para volverse una sociedad.
Esta asociación en torno a un estilo de juego posee principios fundamentales, razones humanas y configuraciones mentales que hacen que esos equipos se conviertan en auténticas dinastías capaces de heredar un gen, que solo el deporte puede transmitir. No importa cuál sea el estilo que los defina, lo relevante es que permanezca. Decenas de clubes que dominaron un estilo durante algún periodo relevante de sus vidas fueron incapaces de transferirlo. No importa si su interpretación del juego era sostenida por la rudeza o la bravura como la Cortina de Acero en la NFL, los Pistones de Detroit llamados los Bad Boys en la NBA, y la Garra Charrúa en el futbol mundial; o bien, eran su antítesis, como la Naranja Mecánica de Holanda o los Toros de Jordan y Pippen.
Son muy pocos los equipos capaces de viajar en el tiempo, la mayoría de los que consiguieron quedarse con un pedazo de la historia, fueron desplazados por diferentes generaciones que nacieron en otro sitio, crecieron en otra ciudad y defendieron otro uniforme. El verdadero misterio del deporte es que ese fenómeno en el que jugadores descienden de otros, suceda en el mismo equipo. Cuando eso pasa, no es un equipo, sino una familia.
Son muy pocos los equipos capaces de viajar en el tiempo; la mayoría fueron desplazados