Contra la angustia y el espanto
Vienen las vacaciones y el calor primaveral mueve a que, durante el fin de semana, la familia busque la sombra del árbol hogareño o cuando menos del tejabán, y que el almuerzo incluya agua de frutas y abundantes cubitos de hielo, porque desde el amanecer el cielo está despejado y el sol ilumina las calles y reblandece el asfalto en pocas horas; el bochorno atosiga, las nenas despliegan minifaldas o shorts para solaz de ellas y ellos que aprecian las curvas femeninas y agradecen la llegada de la temporada de calor y con ella la moda primavera: florida, refrescante, colorida.
El ánimo reverdece, las plazas reciben más paseantes que buscan el verde que te quiero verde; ya hicieron la caminata por el bosque de Chapultepec y buscan las bancas de las alamedas Central, Oriente y Sur; las golosinas que apaciguan el hambre, y compran las nieves y los refrescantes raspados...
¿Y el coronavirus? Persiste la idea de que a mí no me tocará el bicho, porque tengo fe y gracias a ella no lo atraigo. O porque tengo una estampita milagrosa. Ojalá fuese verdad, pero lo cierto es que, por las vacaciones, se prevé un incremento de contagios y desenlaces fatales. Ver (aunque sea de lejecitos) al pariente o amigo tendido en su lecho de enfermo inquieta, no es cosa sana: intubado, canalizado y con medicamentos fluyendo para enfrentar al virus, con el espanto y la angustia reflejados en el rostro.
—Hay que tener temor de Dios —dice una vecina al joven que la acompaña en el centro de vacunación municipal en Nezayork—, Él no nos castiga con esta plaga: nosotros la alimentamos con nuestros descuidos. Yo cumplo conmigo y con mis cercanos vacunándome, y aquí me tienes.
Los vendedores, sudorosos, van y vienen con su mercancía de ocasión: bolígrafos, formatos, cubrebocas, chicles-chicles-chicles, dulces, lleve su mica para cubrir su cara y no contagiarse: bara-bara, barata su mica, llévelallévela mientras la fila enorme fluye y aunque el sol ataranta, pronto sus integrantes arriban a la sillería ubicada bajo la enorme carpa colocada en la explanada municipal; toman asiento, el personal de la municipalidad revisa que los ancianos lleven completa la documentación solicitada y el folio asignado al registrarse para recibir la vacuna.
Todoenorden.Lasedecanesorganizangruposparaquela gente se relaje bailando. Por los altavoces se escucha: “FamiliaresdeFulanodeTal,favordepresentarseenestacabinade sonido. Familiares de Fulano de Tal...”
Los ancianos curiosean, dónde está la cabina.
—Dios no lo quiera que se ponga una mal y sin acompañante; agradezco a mis nietos, que se aferraron a traerme, porque quería venirme sola y no dar molestias —comenta una anciana; sentada descubre su brazo para recibir la vacuna. Jeringa en mano, las enfermeras aplican la dosis y van hasta la mesa por más.
Campean el buen humor y el alborozo en la jornada de vacunación; los reencuentros, las gorras y sombreros para atajar los rayos del sol que brindan un toque dominguero a la enorme concentración de quienes alguna vez fueron llamados Jóvenes de la Tercera Edad...
De chimecos y pecerdas desciende más y más gente. No cesaba de llegar la gente.
¿Y el coronavirus? Persiste la idea de que a mí no me tocará el bicho, porque tengo fe