Un hombre bueno
La forma más alta de la inteligencia es la bondad, dijo Hermann Broch. Y la cortesía ha sido una prenda de ese talento superior. Nunca supe cuál era la convicción espiritual de Vicente Rojo, pero su religión fue la amabilidad. Decencia, sobriedad, refinamiento, discreción, aquel antiguo esprit de finesse que admiraban los clásicos, virtudes todas en desuso para esta época tosca y grosera, tan incivil como desatenta, fueron los atributos públicos y privados que Vicente Rojo habitó con tersa naturalidad. Habrían sido suficientes para darle significado a su vida, ese asunto fundamental de toda existencia. Pero en él hubo mucho más.
Diseñador gráfico cardinal que educó visualmente a varias generaciones de lectores a través de publicaciones y suplementos memorables, editor sensible que convirtió libros en objetos dos veces ejemplares donde quedó reunida la forma con el fondo, escultor y artista cuya obra fue más allá de la limitada estética moderna ilustrativa, personal y sentimental, su alcance creativo –otra intemporalidad– respondió a una necesidad del arte asumido como soporte para la contemplación de quien lo observa y no como gesto narcisista de quien lo elabora. La vida interior y exterior del artista unificadas, de ahí su lenguaje pictórico de la abstracción.
El propósito de Rojo en la obra no pareció el empeño por dejar su huella individual o producir belleza (un alcance del hacer artístico riguroso y no un fin en sí mismo) sino alcanzar el secreto del abandono del yo del artista al crear. En un texto milenario hindú –antiguo y contemporáneo– se afirma que “el pintor debe ser un hombre bueno, ni haragán ni malhumorado, santo, educado, autocontrolado, devoto y caritativo; tal ha de ser su carácter”. Santo por entregarse a la tarea antes que al resultado, devoto como un artesano de su oficio, íntegramente dedicado a él.
Así Vicente Rojo, todo eso que también fue.
Nunca supe cuál era la convicción espiritual de Vicente Rojo, pero su religión fue la amabilidad