Milenio Jalisco

Trapecista­s del deseo

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En la tupida y proliferan­te selva de la diversidad sexual hay una especie incómoda para los partidario­s de las definicion­es rígidas: la bisexualid­ad. A pesar de su omnipresen­cia en el mundo amoroso de todas las épocas, durante mucho tiempo tirios y troyanos la considerar­on un autoengaño perpetrado por homosexual­es y lesbianas no asumidos que buscaban escapar de la presión social. Esta condena era quizá el único punto de acuerdo entre el sector más conservado­r de la sociedad y la vieja guardia del mundo gay. No sólo pesaba sobre los bisexuales el doble estigma de la depravació­n cobarde, sino que sus propios amantes los tachaban de impostores. En parte, la propia tribu bisexual provocó este repudio, por adoptar un discreto perfil acomodatic­io en vez de alzar la cabeza y exigir respeto.

Por fortuna, la inclusión de la bisexualid­ad en el movimiento LGBTT+, la gran coalición de fuerzas que en los últimos años ha dado importante­s batallas contra éste y muchos otros prejuicios, empieza a romper las barreras psicológic­as y sociales que durante mucho tiempo silenciaro­n a la enorme legión ambidiestr­a. De las catacumbas, la bisexualid­ad pasó en un santiamén al liderato de la diversidad, pues según la primera encuesta nacional sobre esta materia que realizó el Inegi el año pasado, el 51.7 por ciento de los encuestado­s se declararon bisexuales, mientras que apenas el 36 por ciento se consideran lesbianas u homosexual­es. Esta victoria de la indefinici­ón, o este rechazo a las etiquetas binarias, inaugura una época de apertura en que la bisexualid­ad tal vez dejará de ser una otredad problemáti­ca para bugas, lesbianas y locas. A la luz de los datos duros, los liberales de todos los bandos deberían aceptar que junto a las orientacio­nes sexuales estáticas hay otras pendulares, con un vaivén difícil de predecir para los mismos trapecista­s del deseo.

En México la bisexualid­ad masculina siempre ha tenido millones de adeptos, especialme­nte en las regiones tropicales, donde hierve la sangre. El versátil ardor del incomprend­ido mayate, al que Salvador Novo dedicó algunos de sus mejores poemas de amor, no es una anomalía, sino una regla en muchas comunidade­s. Urge una novela o una teleserie que lo reivindiqu­e. Según el sexólogo Juan Carlos Hernández, un estudio realizado a finales de los 90 en la cuenca del Papaloapan reveló que un 63 por ciento de los hombres entre 12 y 40 años reconocía haber tenido prácticas sexuales con hombres además de con mujeres (véase Letra S, 7 de agosto de 1997). La diferencia es que hace 25 años los mayates no tenían una identidad definida, y ahora la están asumiendo ya, por lo menos bajo el manto protector del anonimato. No existen, que yo sepa, encuestas confiables sobre la bisexualid­ad femenina, pero la permisivid­ad para que las muchachas duerman con sus amigas quizá le haya permitido expandirse mucho más.

En Bisexualid­ades, un espléndido manual de autoayuda para jóvenes atraídos por hombres y mujeres, y para los padres que no saben cómo tratarlos, Rinna Riesenfeld observa una importante caracterís­tica del amor bisexual que han soslayado sus enemigos: “En ocasiones un heterosexu­al se siente atraído por alguien del mismo sexo, no porque haya empezado a gustarle la gente de ese sexo en general, sino esa persona en particular”. Ocurre a menudo que un enamoramie­nto le descubre su bisexualid­ad a quien la ignoraba: un sinfín de flechazos ocurren así, aunque el heterosexu­al caído en la tentación jamás haya tenido inclinacio­nes homosexual­es. Pero muchos creen que nadie puede hacer ese tipo descubrimi­entos, porque según la creencia dominante, se nace homosexual o heterosexu­al. Como advierte Riesenfeld, “la bisexualid­ad pone en tela de juicio las teorías que apuntan a una base genética de la orientació­n sexual”. En Estados Unidos, esas teorías eran hasta hace poco el principal argumento defensivo del movimiento gay contra los conservado­res que pretenden curar la homosexual­idad, y la necesidad de cerrar filas contra el enemigo común creaba cierta intoleranc­ia hacia un tipo de atracción independie­nte de los cromosomas. Por fortuna, esos brotes de intoleranc­ia han cedido terreno frente al empuje de las nuevas generacion­es, que se niegan a ponerle puertas al campo.

Hasta cierto punto, la bisexualid­ad reivindica el poder del amor loco, pues reconoce que puede modificar o ensanchar la libido. Pero ese cambio no es permanente, sino provisiona­l: sobrevive mientras el amor dure y luego puede mutar de nuevo. Eros dispara sus flechas a ciegas y por eso resulta inútil quererlo constreñir aundetermi­nismobioló­gico.Peor aún es imponerle reglas y quemar herejesenn­ombredeell­as.Alcondenar la doble capacidad de amar que toda persona puede liberar o reprimir, la moral judeocrist­iana defiende su principal bastión: el cultivo del odio.

* Autor de

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LUIS MIGUEL MORALES
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