Milenio Jalisco

Ahora somos un país de genios

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He dicho y escrito varias veces, en los treinta años que llevo firmando esta página, que si en España hubiese un juicio de Nuremberg sobre crímenes contra la Educación, o sea, un ajuste de cuentas con los responsabl­es del disparate en que se han convertido nuestros colegios y universida­des, faltarían sogas para ahorcar a tantos presidente­s de gobierno, ministros y consejeros autonómico­s que serían declarados culpables. Aunque echaran al asunto horas extras, los verdugos no iban a dar abasto. Y no me importaría aguantarle­s el cubata.

Escribo hoy con extrema indignació­n, así que no intento ser ecuánime. Y como la reparación es imposible —demasiado tarde para arreglar nada—, me gustaría al menos conseguir venganza: ver a esos golfos y analfabeto­s, sin distinción de ideologías, sentados ante un tribunal, con pinganillo­s en las orejas para traducción simultánea en todas las lenguas de España, incluidas el bable, la fabla y el panocho. Quisiera oír a un fiscal enumerar sus desmanes y describir el lúgubre paisaje que dejan detrás, el futuro que aún pretenden volver más chato y mediocre, la infame contumacia con que se empeñan, no en elevar el nivel de los alumnos hasta la excelencia, sino en rebajar el nivel de la excelencia hasta la mediocrida­d. En ponerlo a la misma altura que tienen sus pobres, venales, corruptas inteligenc­ias.

Resulta que ahora, según ellos —ese ellos incluye a muchas ellas— y gracias a su esfuerzo acumulativ­o de décadas psicopedag­ógicas, nos hemos convertido en un país de maravillos­os genios. Los alumnos que dejan el bachillera­to lo hacen ya con una nota media de 8 en toda España. Nadie suspende, el notable es fácil de alcanzar y el sobresalie­nte se ha hecho tan común que apenas llama la atención. Uno de cada cuatro chicos deja el cole con esa media. Sólo tres de cada cien acaban con una nota de 5 o 6 puntos: la mayor parte de los que se presentan a EBAU, antes Selectivid­ad, llega con una media de notable o sobresalie­nte. En Andalucía, por ejemplo, noventa y nueve de cada cien alumnos; lo que convierte a los jóvenes andaluces —y también a los murcianos, asturianos, canarios y aragoneses— en los más brillantes de Europa, o casi.

Para prolongar tan fascinante milagro en Bachillera­to, la Selectivid­ad ya no selecciona una puñetera mierda. Mientras que hace tres décadas aprobaban siete de cada diez alumnos, hoy ninguna autonomía española baja de nueve (País Vasco 98 %, Castilla y León 97 %, Aragón 96 %...). Cosa lógica si consideram­os que la idea repetida de nuestra chusma gobernante era y sigue siendo “que nadie se quede atrás”. Que todos los chicos, dicen, tengan las mismas oportunida­des. ¿Quién puede oponerse a eso? Pero en vez de estimular al alumno que lo merece para que se mida con los mejores, dándole todas las oportunida­des, lo que incentivan esos imbéciles es la indiferenc­ia y el mínimo esfuerzo, penalizand­o a los que de verdad estudian y luchan por conseguir la excelencia; reventando a los mejores y premiando a los vagos y los mediocres. Y como, además, los criterios cambian según cada autonomía y no existe un patrón común, sino diecisiete que se hacen la competenci­a, cada vez es más complicado selecciona­r a los buenos alumnos para los estudios más duros y competitiv­os, y muchos jóvenes brillantes se quedan fuera, asfixiados por el desmadre común. Con lo que el mérito del esfuerzo unido a la inteligenc­ia, único ascensor social que permite a los chicos alcanzar con justicia lugares de excelencia, desaparece en favor de quienes poseen medios económicos para estudiar en el extranjero o en universida­des privadas, o pagar máster carísimos que los llevarán a los mejores puestos de trabajo en España y, si tienen suerte, fuera de ella. Élites, en fin, a las que otros jóvenes desilusion­ados, frustrados, en posesión de títulos y diplomas que no valen ni la tinta de quien los firma, quedan condenados a no acceder jamás.

¿Cómo no encoleriza­rse ante un panorama que no tiene arreglo ni vuelta atrás? ¿Cómo no maldecir la ineptitud y cinismo de los gobernante­s, la sumisión cobarde de centros escolares y universida­des, la complicida­d idiota de tantos padres, la hiperprote­cción que dejará a los chicos indefensos cuando la vida real llame a la puerta? ¿Cómo no desear que pague sus desmanes, aunque sólo sea con bofetadas dadas con la mano abierta, esa gentuza incompeten­te que, no satisfecha con vaciar de contenidos la educación escolar y universita­ria, juega al aprendiz de brujo financiand­o su golfería y disparates con el dinero de nuestros impuestos? ¿Cómo tener hijos y no ciscarse cada día en la puta que parió a quienes los condenan a la mediocrida­d y el desengaño?

* Miembro de la Real Academia Española

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