Por resentidos seguiremos siendo atrasados
Latinoamérica tiene un serio problema con la modernidad. La asocia al antiguo amo imperial, a un conquistador con el que sigue teniendo agravios a 500 años de distancia. Aquello, lo de allá, no era siquiera el Reino de España, un Estado-nación al que hoy le mandamos atentos (o no tan comedidos, si lo piensas) mensajes pidiéndole que se disculpe —en espera de ir más lejos y exigirle, de plano, reparaciones pecuniarias— sino una comarca en la que se habían arrejuntado la Corona de Castilla y la Corona de Aragón. Entonces, las reclamaciones deberíamos de dirigirlas, en todo caso, a las Comunidades Autónomas de Madrid, de Aragón y de Castilla-La Mancha (aunque, con perdón, el asunto de las responsabilidades como que no queda muy claro).
En lo que toca a la conquista, o como la quieran llamar (invasión, ocupación, dominio) pues resulta que México tampoco era Estados Unidos Mexicanos como hoy. Se trataba de un territorio poblado por otomís, purépechas, tlaxcaltecas, tarascos y totonacas, entre otras tantas etnias, en el cual los imperialistas de la Triple Alianza —los señoríos de Tenochtitlán, Tlacopan y Texcoco— sojuzgaban tan cruel y bárbaramente a los pueblos del vecindario que su alianza con Hernán Cortés y sus huestes fue, en los hechos, una guerra de liberación. Una asociación muy oportunista, desde luego, pero perfectamente entendible.
El tema es que no sólo seguimos dándole vuelta al asunto en nuestras cabecitas sino que el resentimiento anidado en nuestros corazones parece ser parte consustancial de nuestra subcultura de latinoamericanos. Los franceses no interpelan a los italianos, hoy día, porque los legionarios comandados por el Imperio Romano batallaron contra los antiguos galos. Tampoco los españoles tienen demasiadas broncas con los árabes que ocuparon en su momento buena parte de la península ibérica ni los austriacos parecen resentir excesivamente la invasión de los otomanos que llevó al asedio de Viena en 1529 (sí, señoras y señores, los turcos estuvieron a punto de tomar la capital del archiducado de Austria).
No es comparable una cosa con la otra, naturalmente, porque en Salzburgo no acabaron mascullando el turco ni Madrid está repleto de mezquitas (falta todavía algún tiempo para eso). Pero, caramba, no fue tan mal negocio, después de todo: pasar de una especie de edad de piedra —así de esplendorosa como haya sido Tenochtitlán— a ser herederos de la cultura judeocristiana, hablar la lengua de Cervantes, tener a Sócrates y a los clásicos en el mapa, profesar el cristianismo y aprender, a estas alturas todavía, el Derecho romano en las facultades, pues qué quieren que les diga…
Ah, pero nos brota y nos carcome el rencor. Así las cosas, por poco que se aparezca en el horizonte algún emisario del odio nos subimos alegremente al barco del populismo. ¡Ay!
Por poco que se aparezca algún emisario del odio nos subimos al barco del populismo