La de las muchas voces
No está de más recurrir otra vez a T. S. Eliot y su “inefable efable/ efaninefable”, de Old Possum’s Book of Practical Cats, para recordar que cada uno de estos seres sutiles y taimados tiene muchos nombres.
El primero que te dimos, seducidos por tus ingénitas virtudes polifónicas, fue Ocarina, que en el diccionario significa “instrumento musical de viento, de forma ovoide, con ocho agujeros, que produce un sonido muy dulce”; pero que para nosotros quería decir sobre todo: “la de las muchas voces”.
Pronto ese apelativo se redujo a Oca, para ahorrar letras, o bien a Oks (pronunciado Oucs), porque los mamíferos prefieren los monosílabos y más si vienen o parecen venir del inglés.
Te quedaste siempre virgen, por decisión nuestra, aunque eso no te quitó la coquetería. Tu siguiente nombre, al llegar a la edad en que a las hembras humanas empiezan a llamarlas señoritas, fue Missy Fuzz, que aludía a tu perpetua condición núbil y a tu pelambre tupida (por no mencionar cómo se oye en español).
En tu madurez (un estado físico pero nunca psicológico en los de tu especie) se nos impuso el nombre de Purrfect Purrson, para honrar la majestad de tus ronroneos y sugerir que eras más interesante que (casi) cualquier Homo sapiens.
Por vivir con quien vivías contrajiste desde pequeña el hábito de la literatura. Echada sobre las piernas de un lector servías de atril para las revistas y los libros ligeros. Sentada en el escritorio sobre la página más reciente de un manuscrito proporcionabas pretextos de peso para no escribir más. Y cuando lo perpetrado era malo con ganas, de un zarpazo crítico tirabas la hoja al suelo. A esas labores literarias, así como a tu orgullo no de leer a los antiguos sino de semejar una estatua antigua, se debió el nombre semiculto de Gattamelata.
Para comer, igual que para todo lo demás, eras caprichosa. No tocabas la comida de gato enlatada. Favorecías la pechuga de pollo, de preferencia cruda, amorosamente cortada en minúsculas porciones y guarnecida con tres o cuatro croquetas multicolores. De tu inflexibilidad de gourmet, que come lo que le apetece o no come, derivó el nombre por supuesto afrancesado de Gatatouille.
Schopenhauer pensaba que todos los gatos son el mismo gato. Schopenhauer, en materia gatuna, era un rotundo ignorante. No hay un solo gato en el universo que no tenga por lo menos un rasgo de carácter que no tuvo ni tiene o tendrá otro gato. (A Ocarina no le gustaban los gatos.) A imagen de las personas que los adoran (y de las personas que los detestan y desprecian a quienes los adoran), cada gato es un individuo. Vale decir: irrepetible.
Ocarina alias Oca alias Oks alias Missy Fuzz alias Purrfect Purrson alias Gattamelata alias Gatatouille ya no está aquí. Al mundo de los sueños y del duermevela, donde aún resuenan sus pasos mullidos y sus muchas voces, se llevó esos siete nombres. Y varios otros que el recato impide repetir. Y el último, el inefable, el que se dio ella misma y nadie sino ella conocerá jamás.
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