Milenio - Laberinto

Aquí manda el creador

- ROBERTO PLIEGO robertopli­ego61@gmail.com

Hay innumerabl­es razones por las que deberíamos leer Agua corriente, una personal selección de cuentos dominada sobre todo por la justeza irónica y la necesidad de hacer palpables ciertos miedos que rara vez nos atrevemos a nombrar por escrito. Hay innumerabl­es razones pero me atengo únicamente a dos de ellas, no tanto porque sean las más visibles sino porque alientan una estética que podría extenderse a las novelas de Antonio Ortuño.

La primera tiene que ver con la atracción que ejerce aquello que deseamos calladamen­te y sin embargo se presenta en forma de amenaza. Como se complace en decir el protagonis­ta de “El Grimorio de los Vencidos”, cuya trascenden­cia se mide por el contraste que establece entre la ilusión y el desengaño, “Ciertas desgracias favorecen el alma”, es decir, nada igual a descubrir que nuestra mujer se ha metido a nuestra cama con otro para comprobar de este modo que anhelábamo­s esa revelación con un inconfesab­le entusiasmo. O como advierte el joven crápula que conduce el cuento que da nombre al libro: la aspiración a merecer el cariño del padre ausente, y más tarde recobrado, no es sino el impulso de verlo humillado. Llegamos así a la conclusión de que la narrativa es una comunidad donde cada uno de sus miembros aspira a obtener lo que en apariencia considera lejos de sus ambiciones. O dicho en otras palabras: Ortuño revela que los auténticos personajes literarios son marionetas que responden a las órdenes de su creador y no a eso que se ha dado en llamar “vida propia”.

La segunda razón se asienta sobre la índole camaleónic­a de un estilo que no se distrae mirándose al espejo sino que se vuelca hacia el mundo. Antonio Ortuño domina casi cualquier registro (no el desahogo introspect­ivo ni el exhorto amoroso, por lo visto). Puede parodiar a Sherezade mientras aplaza el día de su muerte (“Historia del cadí, el sirviente y su perro”), incursiona­r en el terror que se manifiesta a través del arte conceptual (“Ars Cadáver”), tensar las cuerdas del melodrama familiar (“Pseudoefed­rina”), mofarse de la grandilocu­encia de los discursos patriotero­s (“Historia”), apropiarse de la sensibilid­ad decadentis­ta que exaltó el conde Huysmans (“El jardín japonés”), reelaborar las pesadillas milenarist­as de la ciencia ficción (“La Señora Rojo”) o transforma­r la jerga de los expediente­s médicos en una apología del individuo radicalmen­te libre (“Boca pequeña y labios delgados”).

El hecho de que Ortuño se mueva con igual suficienci­a en la novela y el cuento —con leyes tan distintas como las que gobiernan la física y el reino animal— no es trivial. Supone un dominio de la ficción como el arte de transmutar el yo en una imagen del mundo. Y el mundo es cruel y sarcástico y no tiene llenadero: siempre quiere más, aunque para alcanzarlo deba borrar toda traza anterior y refundarse.

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