Aquí manda el creador
Hay innumerables razones por las que deberíamos leer Agua corriente, una personal selección de cuentos dominada sobre todo por la justeza irónica y la necesidad de hacer palpables ciertos miedos que rara vez nos atrevemos a nombrar por escrito. Hay innumerables razones pero me atengo únicamente a dos de ellas, no tanto porque sean las más visibles sino porque alientan una estética que podría extenderse a las novelas de Antonio Ortuño.
La primera tiene que ver con la atracción que ejerce aquello que deseamos calladamente y sin embargo se presenta en forma de amenaza. Como se complace en decir el protagonista de “El Grimorio de los Vencidos”, cuya trascendencia se mide por el contraste que establece entre la ilusión y el desengaño, “Ciertas desgracias favorecen el alma”, es decir, nada igual a descubrir que nuestra mujer se ha metido a nuestra cama con otro para comprobar de este modo que anhelábamos esa revelación con un inconfesable entusiasmo. O como advierte el joven crápula que conduce el cuento que da nombre al libro: la aspiración a merecer el cariño del padre ausente, y más tarde recobrado, no es sino el impulso de verlo humillado. Llegamos así a la conclusión de que la narrativa es una comunidad donde cada uno de sus miembros aspira a obtener lo que en apariencia considera lejos de sus ambiciones. O dicho en otras palabras: Ortuño revela que los auténticos personajes literarios son marionetas que responden a las órdenes de su creador y no a eso que se ha dado en llamar “vida propia”.
La segunda razón se asienta sobre la índole camaleónica de un estilo que no se distrae mirándose al espejo sino que se vuelca hacia el mundo. Antonio Ortuño domina casi cualquier registro (no el desahogo introspectivo ni el exhorto amoroso, por lo visto). Puede parodiar a Sherezade mientras aplaza el día de su muerte (“Historia del cadí, el sirviente y su perro”), incursionar en el terror que se manifiesta a través del arte conceptual (“Ars Cadáver”), tensar las cuerdas del melodrama familiar (“Pseudoefedrina”), mofarse de la grandilocuencia de los discursos patrioteros (“Historia”), apropiarse de la sensibilidad decadentista que exaltó el conde Huysmans (“El jardín japonés”), reelaborar las pesadillas milenaristas de la ciencia ficción (“La Señora Rojo”) o transformar la jerga de los expedientes médicos en una apología del individuo radicalmente libre (“Boca pequeña y labios delgados”).
El hecho de que Ortuño se mueva con igual suficiencia en la novela y el cuento —con leyes tan distintas como las que gobiernan la física y el reino animal— no es trivial. Supone un dominio de la ficción como el arte de transmutar el yo en una imagen del mundo. Y el mundo es cruel y sarcástico y no tiene llenadero: siempre quiere más, aunque para alcanzarlo deba borrar toda traza anterior y refundarse.
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