Adiós, Voltaire
Siempre me ha parecido un acto de cobardía intelectual colgar en la fachada de la casa un letrero que diga: “Este hogar es católico. No aceptamos propaganda protestante ni de otras sectas”. Pero mal que bien, hay muchísima gente que vive con un letrero parecido en la conciencia. “Soy un animal, no acepto propaganda cultural o humanista” o “En este hogar se ven telenovelas, no aceptamos clásicos de la literatura” o, dado que los lugares de reunión están siempre confabulados contra la conversación, podrían colgar un tal letrero: “En este bar se ve futbol y se escucha música a alto volumen, no promovemos discusiones sobre arte o historia”. Y es que cada vez con más desparpajo la gente defiende su derecho a la incultura.
George Steiner se lamenta en una entrevista de que la gente ya no entienda las referencias culturales. Lo hace luego de leer un pasaje de Hemingway en el que se menciona el monasterio de Roncesvalles. La sola mención de Roncesvalles, dice Steiner, tendría que sugerirnos que se dará una traición entre los personajes. Comenta que eso ya casi nadie lo entiende; ni siquiera sus estudiantes de Oxford o de Cambridge o de Harvard o de Ginebra. Y remata con la predicción de que un día harán falta notas al pie para explicar qué es Elsinor o La Mancha.
Pero aunque mi religión son los libros y la asumo con la disciplina de un testigo de Jehová y toco puertas y escribo artículos y hago propaganda en su favor, a veces pierdo la fe. Leo, por ejemplo, en una discusión armada por El País sobre Don Quijote, una gran cantidad de comentarios para desechar la obra de Cervantes como algo anacrónico, inútil y aburrido. Entre ellos, un pelmazo memorablemente escribió: ¿quién dice que para ser culto hay que leer?
Y en parte tiene razón. Hace algunas semanas escribí un artículo en el que comentaba que todo encaja ahora bajo el concepto de “cultura”. Seguramente en un examen de esa cultura contemporánea, el tipo me apabullaría, pues sin duda conoce más nombres de futbolistas que yo de escritores; de cantantes que yo de compositores; de actrices de Hollywood que yo de dramaturgos. ¿Y quién dice que un bit de información es mejor que otro? ¿O que saberse la última canción de moda es inferior a saberse un poema de Villaurrutia? A ese hombre no habría modo de explicárselo. Para eso tiene en la cabeza su letrero: “Este es un cerebro obtuso. No acepto propaganda que me ilumine”. Podría cruzarme de brazos y decir “allá él”.
Pero si acepté los libros como una religión, no fue por tener un espíritu evangelizador. Es porque en los libros, en la educación, en las humanidades, veo la solución a mediano plazo de buena parte de los problemas que quisiéramos resolver en el corto plazo.
Sin embargo, poco a poco, mientras vemos la tele, mientras pensamos que la filosofía es una pérdida de tiempo, mientras suponemos que algo importante ocurre en Río de Janeiro, mientras le cerramos la puerta a don Quijote, nos vamos acomodando en un mundo con menos libertades; y cuando despertemos resultará que Trump está ahí, Kaczynski está ahí, Erdogan está ahí, Peña Nieto está ahí, Mahoma está ahí, Orbán está ahí, el papa está ahí, Maduro está ahí, Dios está ahí, y muchos otros que no aceptan propaganda ajena están ahí.
¿Y Voltaire? No. Cuando despertemos, ya Voltaire se habrá marchado.
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