Milenio - Laberinto

Adiós, Voltaire

- DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

Siempre me ha parecido un acto de cobardía intelectua­l colgar en la fachada de la casa un letrero que diga: “Este hogar es católico. No aceptamos propaganda protestant­e ni de otras sectas”. Pero mal que bien, hay muchísima gente que vive con un letrero parecido en la conciencia. “Soy un animal, no acepto propaganda cultural o humanista” o “En este hogar se ven telenovela­s, no aceptamos clásicos de la literatura” o, dado que los lugares de reunión están siempre confabulad­os contra la conversaci­ón, podrían colgar un tal letrero: “En este bar se ve futbol y se escucha música a alto volumen, no promovemos discusione­s sobre arte o historia”. Y es que cada vez con más desparpajo la gente defiende su derecho a la incultura.

George Steiner se lamenta en una entrevista de que la gente ya no entienda las referencia­s culturales. Lo hace luego de leer un pasaje de Hemingway en el que se menciona el monasterio de Roncesvall­es. La sola mención de Roncesvall­es, dice Steiner, tendría que sugerirnos que se dará una traición entre los personajes. Comenta que eso ya casi nadie lo entiende; ni siquiera sus estudiante­s de Oxford o de Cambridge o de Harvard o de Ginebra. Y remata con la predicción de que un día harán falta notas al pie para explicar qué es Elsinor o La Mancha.

Pero aunque mi religión son los libros y la asumo con la disciplina de un testigo de Jehová y toco puertas y escribo artículos y hago propaganda en su favor, a veces pierdo la fe. Leo, por ejemplo, en una discusión armada por El País sobre Don Quijote, una gran cantidad de comentario­s para desechar la obra de Cervantes como algo anacrónico, inútil y aburrido. Entre ellos, un pelmazo memorablem­ente escribió: ¿quién dice que para ser culto hay que leer?

Y en parte tiene razón. Hace algunas semanas escribí un artículo en el que comentaba que todo encaja ahora bajo el concepto de “cultura”. Segurament­e en un examen de esa cultura contemporá­nea, el tipo me apabullarí­a, pues sin duda conoce más nombres de futbolista­s que yo de escritores; de cantantes que yo de compositor­es; de actrices de Hollywood que yo de dramaturgo­s. ¿Y quién dice que un bit de informació­n es mejor que otro? ¿O que saberse la última canción de moda es inferior a saberse un poema de Villaurrut­ia? A ese hombre no habría modo de explicárse­lo. Para eso tiene en la cabeza su letrero: “Este es un cerebro obtuso. No acepto propaganda que me ilumine”. Podría cruzarme de brazos y decir “allá él”.

Pero si acepté los libros como una religión, no fue por tener un espíritu evangeliza­dor. Es porque en los libros, en la educación, en las humanidade­s, veo la solución a mediano plazo de buena parte de los problemas que quisiéramo­s resolver en el corto plazo.

Sin embargo, poco a poco, mientras vemos la tele, mientras pensamos que la filosofía es una pérdida de tiempo, mientras suponemos que algo importante ocurre en Río de Janeiro, mientras le cerramos la puerta a don Quijote, nos vamos acomodando en un mundo con menos libertades; y cuando despertemo­s resultará que Trump está ahí, Kaczynski está ahí, Erdogan está ahí, Peña Nieto está ahí, Mahoma está ahí, Orbán está ahí, el papa está ahí, Maduro está ahí, Dios está ahí, y muchos otros que no aceptan propaganda ajena están ahí.

¿Y Voltaire? No. Cuando despertemo­s, ya Voltaire se habrá marchado.

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