Don Cervantes Pequeño de Redonda
Le confió en una carta a Henry Miller, que su espíritu literario aspiraba a una profunda observación de la condición humana y su índole profética, por lo que su estilo era “como escribir en el plasma uterino con una cureta”, frase que, por cierto, resplandece en las páginas de El libro negro, la novela surrealista que publicó en Obelisk Press junto a Max y los fagocitos blancos, de Miller, e Invierno de artificio de Anaïs Nin. Sin embargo, cuando lo leemos es fácil advertir que su prosa no desencadena ningún tipo de herida en la sustancia uterina de la psique y, mucho menos, que provoque cortaduras en el tejido blando de los estremecimientos de la lengua. Contrario a su insensata aseveración, Lawrence Durrell fue un experto del naturalismo narrativo, un envidiable explorador de los rincones más oscuros de las relaciones amorosas y un poeta que intentó desentrañar la métrica de sus obsesiones recurrentes: el amor, el deseo, el sexo, la agonía, la soledad, el dolor, el odio, la esclavitud y, sobre todo, el dilema del arte y la creación.
Su universo novelesco, su método conceptual, se basaba en lo que él denominó “Heráldica”, un ejercicio contemplativo de los fenómenos inestables de un mundo que constantemente se transforma desde las emociones, los contextos y el lenguaje. El Cuarteto de Alejandría es el paradigma absoluto de esta idea. Justine, Balthazar, Mountolive y Clea construyen y destruyen y vuelven a construir la sinfonía existencial que reverbera en la mítica ciudad egipcia, donde solo la muerte es la certeza porque, como anotó en Balthazar, “somos los autores de nuestro propio infortunio y en él imprimimos nuestras huellas digitales”.
En cuestiones epidérmicas, Durrell fue incisivo al advertir que la pasión siempre intenta convertirse en argumento irrefutable. Tres evocaciones de Justine: “Nuestro amor era un silogismo al que le faltaban las premisas verdaderas, quiero decir el respeto”. “No hay dolor comparable al de amar a una mujer que nos ofrece su cuerpo y, sin embargo, es incapaz de darnos su verdadero ser, porque no sabe dónde está”. “Nuestros besos, en el límite extremo de los sentidos, eran como resúmenes de todo lo que habíamos compartido y que aún reteníamos precariamente en nuestras manos, antes de que volara a las tinieblas circundantes y nos olvidara para siempre”.
Y, no obstante, la mirada de Durrell era proclive a la fatiga. Le confesó, también a Henry Miller, su incapacidad para hacer libros VERDADEROS todo el tiempo. Decía que su inspiración (o disciplina) era como una corriente eléctrica cuya dosis aumentaba gradualmente. El libro negro lo dejó arruinado; El Cuarteto de Alejandría le inoculó una lasitud rancia de energía; El Quinteto de Avignon, no obstante que jamás llegó a equipararse con el ímpetu de sus otras novelas, lo envolvió en el angustioso abrazo de las almas que se esfuman.
Bohemio, lector inmoderado, hedonista y muy británico a su pesar, Lawrence Durrell también fue parte de un Reino poético y alucinante situado en Las Antillas: John Gawsworth lo invistió como “Don Cervantes Pequeño de Redonda” y aunque no sé a ciencia cierta en qué repercutió ese título nobiliario en los archipiélagos de la imaginación y la locura, supongo que se sintió un poco más a gusto que en los puestos que ocupó en el Consejo Británico en Argentina y Yugoslavia o en aquella casona de Chipre donde enseñaba literatura inglesa y vivió con Safo Jane, la hija que tuvo con Yvette Cohen, su segunda esposa, la mujer que le sirvió de modelo para la emblemática Justine.
Heráldica. El concepto de Durrell evoca a otros autores. El serbio Charles Simic escribió: “Me gustaría mostrarle a los lectores que las cosas más familiares que les rodean son ininiteligibles”. Por su parte, Michel Tournier observó que “Todo es signo. Pero son necesarios una luz o un grito penetrantes para vencer nuestra miopía o nuestra sordera”. Estoy consciente de que Tournier le habría resultado más que incómodo, insufrible, porque si había algo que Durrell escarnecía con saña era el apasionamiento de los franceses por la culture y, no obstante, fueron el arte y la cultura misma las que lo hicieron postrarse ante la máquina y la hoja en blanco para agotar su vida cureteando el útero con cada línea.
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