Tezcatlipoca es un dibujo animado
Quienes celebran la gracejada como marca de distinción literaria podrán reivindicar Máscara de obsidiana e incluso aclamarla con una salva de risotadas. Quienes en cambio gustan de la ironía y no del humor de pastelazo, de la impostura en vez del disfraz, de Racine y no de un payaso chacotero, no podrán menos que lamentar su adhesión a un tono de vocación complaciente. Así es: hay quienes escriben como si fueran los animadores de un brindis de oficina.
Siguiendo una receta ya insufrible, Marcial Fernández ha ideado un suicidio y a una pareja de periodistas —Tonatiuh Cuauhtli e Itzel Luna Joven— a la caza de la nota de ocho columnas. Ha ideado también una lacustre Ciudad de México aunque con su trazo actual. Lo guía el propósito de lamentar los excesos del periodismo de nota roja y de celebrar los lugares donde hay tiempo para un whisky, un taco de verdolagas, un plato de huevos de hormiga, un baño de vapor. Y en ello se va la novela.
Hay una edulcorada protesta —y hasta una intención paródica— en el momento en que Marcial Fernández echa a correr la trama luego de que la pareja de periodistas decide montar la mentira de que la máscara de Tezcatlipoca ha sido robada del “Museo Nacional de Teogonía”. Toma así la oportunidad de convocar a una serie de personajes que solo podrían tener vida en el cómic: una rubia con acento francés, un detective adicto a los antiácidos, un policía consumado en la tortura durante los años de la guerra sucia, un director de periódico virtuosamente borracho… Hablan y actúan con el albedrío de los dibujos animados.
Tan excesivas son las 40 páginas que Marcial Fernández dedica a narrar el triunfo de Cuauhtémoc —pues Máscara de obsidiana remite a un universo paralelo— sobre el ejército de Hernán Cortés —imitando, sin mucho esfuerzo, el desaseado estilo de esos reportajes que abundan en la prensa oportunista— como los estornudos verbales que dedica a su club de seguidores. Tezcatlipoca exige de nuevo su cuota de sangre y mientras tanto leemos: “dile a la puta esa de la Lauree, con perdón de las meretrices que son ángeles caídos, que aceptas el trato”; “igual que Julio César tras la batalla del Ponto, veni, vidi, vici o, lo que en mi caso es lo mismo: vine, comí y me fui”; “Es una filtración que me dio el gobierno del Bolerito Valiente para atacar a su Eminencia Gris”; “Mi reino por un café”… y así hasta las últimas líneas.
Domina tanto la idea de que el entretenimiento a secas es la más noble tarea de la literatura que los escritores ya solo redactan novelas que se fincan en dos o tres buenas ocurrencias. La secuela de tal cortedad de miras es la multiplicación de ofertas editoriales que se sienten obligadas a emitir críticas buena-onda revestidas con un idioma elemental, como Máscara de obsidiana que, por cierto, nació con la bendición del Sistema Nacional de Creadores.
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