PANTISOCRÁTICOS
Son jóvenes y poetas: han decidido fundir creación y vida cotidiana, formar una familia electiva con sólidos lazos espirituales y restituir el placer del trabajo, aunado al dulce arrullo de la charla. Si con Platón los poetas habían sido expulsados de la ciudad ideal, ellos, al contrario, buscan fundar una república virtuosa sustentada en las leyes suaves de la poesía. Son Samuel Taylor Coleridge y Robert Southey, poetas cachorros, que en 1794 establecen una magnética amistad e, inspirados por el romanticismo, la Revolución francesa y el movimiento unitario, comienzan a concebir una comunidad que reúna el trabajo colectivo y el solaz y, sobre todo, intente recuperar la frugalidad e inocencia original, esa refinada bondad que Rousseau atribuía al buen salvaje. En tal comunidad, en unas pocas generaciones se podría combinar la pureza de sentimientos y percepciones con los adelantos técnicos que hicieran la vida más confortable y permitieran dedicar un tiempo muy corto a la manutención y uno muy prolongado al arte y la conversación. Este ideal de convivencia, denominada Pantisocracia, sería igualitario en lo político y colectivista en lo económico, se regiría por los principios de la razón natural y no devendría en la violencia, como lo hacía la Revolución francesa, pues se replicaría pacíficamente por su rutilante ejemplo de éxito.
Coleridge y Southey animaron a varios amigos y familiares para instaurar el espacio de promisión y situarlo en el Nuevo Mundo. Se pensó en emigrar a Estados Unidos y comprar unos terrenos en las orillas de un lago en Pensilvania. Las dificultades materiales y prácticas para fundar la comunidad, pero, sobre todo, las pequeñas flaquezas de los señoritos utópicos empezaron a minar el proyecto. Southey, por ejemplo, hizo enojar a Coleridge con su peregrina idea de llevar un sirviente a la proyectada arcadia de igualdad y libertad. Por su parte, el mismo Coleridge, lleno de dudas sentimentales, se preguntaba si su prometida, tan afecta a las fiestas y los vestidos, sería lo suficientemente “pantisocrática” para integrarse a la culta y ascética cofradía. Pronto los exaltados fundadores decidieron postergar indefinidamente la apertura de la paradigmática comunidad. Si bien la utopía pantisocrática no se llevó a cabo, resulta conmovedoramente representativa del estrecho vínculo entre estética y política y de la encomiable necedad de todo artista adolescente de “cambiar la poesía y cambiar al mundo”.