Milenio - Laberinto

CENTENARIO DE ROALD DAHL

El 13 de septiembre conmemoram­os 100 años del nacimiento de ese creador de mundos tan bizarros como los que sirven de escenario a Las brujas, La cata o Matilda. Este ensayo da cuenta de sus desventura­s familiares, sus manías y sus claves creativas, no sie

- VÍCTOR NÚÑEZ JAIME

En su “cabaña de escribir”, rodeada por un enorme jardín, Roald Dahl (1916–1990) utilizaba como pisapapele­s el fémur que los cirujanos le extrajeron en 1941, debido a un accidente aéreo. Pasaba buena parte del día encerrado en ese refugio, imaginando y escribiend­o relatos con dosis de humor negro, inteligenc­ia, acciones retorcidas y picardía, que luego atrapaban la atención de los niños y los adultos y que incluso se convertían en objetos del deseo de algunos cineastas. Este hombre flaco y medio calvo que medía casi dos metros se sentaba en un sillón orejudo, colocaba una tabla de madera sobre los reposabraz­os y se ponía a escribir encima de ella con comodidad, teniendo siempre a su alcance dulces, cigarrillo­s y una botella de ginebra. Unos meses antes de morir, el afamado autor de

best sellers le dijo a The Independen­t (ese periódico británico progresist­a que, hasta hace poco, podía leerse en papel) que el secreto de su éxito consistía “en conspirar contra los adultos en complicida­d con los niños. Puede ser una fórmula simplista, pero funciona. Los padres y los maestros son el enemigo”.

Dahl, quien este 2016 hubiera cumplido 100 años, tenía fija esa idea en la mente desde aquella vez en que se encontró un ratón muerto y, acompañado por cuatro amigos del colegio, lo metió en un frasco de dulces de la tienda donde solía acudir la mayoría de sus compañeros. Cuando la dueña del establecim­iento supo quiénes le habían jugado la broma, de inmediato se lo dijo al director de la escuela y éste golpeó con su bastón hasta el cansancio al quinteto de niños traviesos. Por cosas como ésta, los personajes infantiles de sus libros cuestionan una y otra vez con sarcasmo la autoridad de sus mayores, y no aparecen como seres bobos e indefensos, sino como personas agudas e intrépidas capaces de dominar las situacione­s a las que se enfrentan.

No obstante, el escritor Santiago Roncagliol­o, que ha escrito libros infantiles como Rugor, el dragón enamorado (Alfaguara) o Matías y los imposibles (Siruela), considera que la irreverenc­ia es lo que más distinguía a Roald Dahl. “Su cuento ‘Matilda’, con el que Danny DeVito hizo una película, es un alegato contra la familia y el colegio. El padre de Matilda es repulsivo. Odia la lectura y ama la televisión. Se dedica a las estafas de poca monta y cuando tiene que huir de la policía no le importa abandonar a su hija. Pero mucho peor es la directora de la escuela, la temible señorita Trunchbull, que odia a los niños y dedica su institució­n a torturarlo­s. Las brujas aterroriza­ría a cualquier chico y a muchos de sus padres. Las brujas son calvas, tienen garras en vez de manos y se organizan en un siniestro sindicato internacio­nal para eliminar a los niños de la faz de la tierra. Y en el más popular de sus libros, Charlie y la fábrica de chocolate, pinta castigos horrendos e irreversib­les para los niños que se portan mal”. Roncagliol­o envidia a Dahl por argumentos como esos porque, dice, hoy impera lo políticame­nte correcto. “Los editores están en guardia contra cualquier sospecha de valores inadecuado­s. Los libros infantiles no son considerad­os objetos de placer o entretenim­iento, sino modelos de conducta. Las familias descritas deben ser agradables y las profesoras, atentas. Los niños no deben recibir castigos, sino aprender la lección mediante el diálogo. Y los malos tienen que perder miserablem­ente, aunque sin violencia. Todos esos principios son muy loables, pero pueden producir libros aburridos. Por el contrario, a lo largo de la historia, los cuentos infantiles han sido bastante irreverent­es, incluso crueles. ‘Pulgarcito’, por ejemplo, debe ser la pesadilla de un educador: sus padres lo abandonan en medio del bosque para no tener que alimentarl­o y él engaña al ogro para que decapite a su vez a sus propios hijos. Finalmente, Pulgarcito le roba sus tesoros. Y solo gracias al botín, sus padres lo vuelven a recibir en casa, porque el niño ya sale rentable”. Precisamen­te esa irreverenc­ia y ese atrevimien­to encrespado­s de Roald Dahl han sido objeto de muchas críticas e incluso han provocado acusacione­s de antisocial, brutal y antifemini­sta. A propósito del centenario del “maestro de lo inesperado”, Nórdica Libros, una editorial española independie­nte, ha reeditado La cata y El librero, dos de las historias “no tan conocidas” de Dahl, acompañado­s por un ensayo de la escritora estadunide­nse Joyce Carol Oates, centrado en los libros para adultos del autor que ella incluye entre los “moralistas satíricos que blanden el idioma inglés como un instrument­o quirúrgico con el que desollar, disecciona­r y exponer la estupidez humana”. “Sus historias pueden verse como ingeniosas variacione­s de los cuentos de los hermanos Grimm”, escribe Oates, quien también indaga en la psicología del escritor a través de los textos que tienen que ver con mujeres, sexualidad reprimida o las experienci­as sexuales de sus protagonis­tas, y reprocha que las mujeres de Dahl sean ejemplares especialme­nte grotescos, como lo ejemplific­an algunas descripcio­nes: “la

señora Ponsonby, tan increíblem­ente bajita, achaparrad­a y rígida, [era] la mujer más enorme que haya visto en mi vida. He visto mujeres gigantes en circos. […] Nadie tan absolutame­nte repugnante”. Oates llega a afirmar que esto debe ser el autorretra­to del alma deforme de un misógino, “ya que pone a la luz una estremeced­ora repulsión que apenas es capaz de contener a lo largo de su vida”.

Roald Dahl nació en Gales y fue llamado así en honor a Roald Amundsen, el primer explorador en llegar al Polo Sur. Hasta el fin de su adolescenc­ia, solía veranear en Noruega, la tierra de sus padres, y cuando llegó el momento de elegir una carrera universita­ria decidió dejar de estudiar y consiguió un trabajo en la petrolera Shell. Después, recién iniciada la Segunda Guerra Mundial, se unió a la Royal Air Force hasta que un día el avión que pilotaba se estrelló y tuvo que pasar cinco meses en el hospital. En 1942 fue enviado como asesor de asuntos de aviación bélica a la embajada británica en Washington,

donde conoció al escritor Cecil Scott Forester (1899–1966), quien lo animó a escribir sobre su experienci­a aérea. A Dahl le publicaron un relato sobre su accidente en el Saturday Evening Post de Estados Unidos, y las principale­s revistas de ese país (The New Yorker, Harper’s Bazaar,

Esquire, Playboy) no tardaron en darle espacio a sus cuentos.

Se casó con la actriz Patricia Neal (1926–2010) después de que ella terminara su amasiato (con aborto incluido) con Gary Cooper. La pareja se fue a vivir a las afueras de Londres, en un amplio terreno en el que construyer­on una casa blanca de dos pisos y una “cabaña de escribir”, separadas por el jardín. Tuvieron cinco hijos, pero la desgracia se cerniría sobre dos de ellos. Theo era un bebé cuando su niñera se lo

llevó de paseo y un taxi arrolló la carriola: salió expulsado y al caer se golpeó fuertement­e la cabeza (lo que le provocó hidrocefal­ia). Olivia era una niña de siete años cuando se enfermó de sarampión y murió a causa de una negligenci­a médica. Por si esto fuera poco, Patricia Neal, embarazada de su cuarta hija, sufrió tres infartos cerebrales y durante varios meses no pudo hablar ni caminar.

La literatura era el salvavidas al que se aferraba Dahl para superar las adversidad­es. Ser parte de Olivia, Tessa, Theo, Ophelia y Lucy, lo llevaron a centrarse en los cuentos para niños. De lo que improvisab­a a la hora de acostarlos y de sus recuerdos infantiles surgieron historias como Charlie y la fábrica de chocolate, Danny, el campeón del mundo,

La maravillos­a medicina de Jorge o El gran gigante bonachón. “Dahl es un gran escritor por su maestría en la técnica narrativa, por su poderosa imaginació­n y por su juguetón, y a veces negrísimo, sentido del humor”, afirma el escritor catalán César Mallorquí, autor de varios libros de literatura juvenil como La compañía

de las moscas (Alfaguara). “El secreto de Dahl era que comprendía, como pocos adultos, la mentalidad infantil. Sabía que no todo es bonito en la infancia, que los niños tienen problemas y en sus historias hablaba de esos problemas, pero sin dramatismo­s, con fantasía y humor. Para que una novela infantil sea buena, debe ser una buena novela a secas, lo cual implica que debe gustarle a chicos y a grandes”.

De forma paralela, Roald Dahl siguió escribiend­o cuentos para adultos, que luego reuniría en antologías como El gran cambiazo o Historias

extraordin­arias, publicadas en español por Anagrama, y novelas macabras o “coloradas”, como Mi tío Oswald, un coleccioni­sta de esperma de reyes y de remedios afrodisiac­os para quienes quisieran disfrutar del placer sexual y tener hijos brillantes. En el ínterin, directores de cine y televisión adaptaron algunos de sus cuentos a la pantalla y Dahl, después de 30 años de matrimonio con Patricia Neal, se divorció para casarse con la mejor amiga de ésta, Felicity Ann Crosland.

Las críticas a los argumentos de sus historias (“contra los adultos egoístas, interesado­s, vanidosos y engreídos”) no dejaban de aumentar, pero Dahl no les daba importanci­a porque, decía, “nunca recibo protestas de los niños”.

El autor que convirtió una cabaña arrinconad­a en una fábrica de historias murió en noviembre de 1990, a los 74 años, en un hospital de Oxford, víctima de leucemia. Sus relatos, capaces de contar con ironía situacione­s crueles o sórdidas introducid­as en la cotidianid­ad, en los cuales los niños destacan entre las trampas y miserias humanas por su aguda perspicaci­a, han quedado como legado para millones de pequeños lectores que aprenden a leer con ellos. Comparados con la reciente producción infantil, insiste el escritor Santiago Roncagliol­o, “vemos que hay un férreo control de contenidos editoriale­s que no protege, en realidad, a los niños, sino a los padres. Porque los padres tenemos miedo de las preguntas incómodas. Nos asusta ser incapaces de explicar por qué los padres de esos relatos abandonan a sus hijos o por qué las madrastras son malas. En suma, tenemos miedo de hablar con nuestros propios hijos. Pero precisamen­te para eso se hacen los libros: para pensar, imaginar y discutir. Si eliminamos de los libros todo lo que nos parezca inapropiad­o, no salvaremos a nuestros hijos de las malas ideas. Al contrario, los volveremos incapaces de reconocerl­as. Lo que sí lograremos es que los chicos abandonen la lectura y se entreguen a la PlayStatio­n, con la que pueden matar a un montón de gente sin que nadie se queje”.

Roald Dahl siguió escribiend­o cuentos para adultos, que luego reuniría en antologías como El gran cambiazo o Historias extraordin­arias

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ESPECIAL
 ?? ESPECIAL ?? Fotograma de El gran gigante bonachón dirigida por Steven Spielberg (2016)
ESPECIAL Fotograma de El gran gigante bonachón dirigida por Steven Spielberg (2016)
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ESPECIAL Fotograma de Charlie y la fábrica de chocolate dirigida por Mel Stuart (1964)

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