Milenio - Laberinto

De naufragios y navegacion­es

- LUIS XAVIER LÓPEZ FARJEAT

Hace muchos años que no me encontraba con un libro de filosofía que tratara sobre el sentido de la vida. Si acaso se debe a que desde hace tiempo la filosofía se recluyó en la academia y, como consecuenc­ia, la mayor parte de los filósofos escribimos artículos especializ­ados con temáticas de interés para una comunidad bastante reducida. La filosofía se ha profesiona­lizado, se ha vuelto elitista y ha tendido a apartarse del espacio público y de los problemas propiament­e humanos. Se suma además que ha optado por la escritura académica, un género con muy poca gracia. Un buen paper filosófico debe ser claro, agudo, preciso y con argumentos robustos, pero poco importa su calidad literaria. A pocos filósofos les preocupa el estilo. Eso es asunto de ensayistas y poetas, dicen algunos con dejo despectivo; la filosofía académica es otra cosa.

Se entiende ahora por qué me sorprende favorablem­ente un libro compuesto por “escritos de cavilación” dedicados a asuntos tan ordinarios y trascenden­tes como el sentido de la vida, el de la legitimida­d de las creencias religiosas, el agnosticis­mo, el diálogo entre creyentes y no creyentes, la necesidad de cultivar algunas virtudes de matriz religiosa en las democracia­s actuales o, por ejemplo, la posibilida­d de la esperanza en un mundo cada vez más errático. Me refiero a Dialéctica del naufragio (FCE, México, 2016), escrito por el filósofo mexicano Guillermo Hurtado. Éste es un libro doblemente intrépido: por un lado, porque Hurtado es un filósofo del Instituto de Investigac­iones Filosófica­s de la UNAM escribiend­o ensayos en vez de papers (Luigi Amara, un filósofo hasta cierto punto “renegado”, suele decir que dejó el Instituto de Investigac­iones Filosófica­s porque ahí no había lugar para el ensayo); por otro lado, porque el tipo de temas que trata —sobre todo los religiosos— y cómo los trata —intercalan­do vivencias personales entre alusiones a Wittgenste­in y Davidson—, podría resultar cuando menos inquietant­e para algunos colegas.

Pero no se me malinterpr­ete. No pienso que los filósofos debamos dejar de escribir papers para escribir exclusivam­ente ensayos. Sí creo, sin embargo, que el ensayo es un género propicio para tratar determinad­os temas filosófico­s. Por lo tanto, no veo mal que la filosofía pueda sumergirse en las profundida­des de la academia y que al mismo tiempo de vez en vez amplíe sus posibilida­des. Zambullirs­e en las honduras, navegar por la superficie, pasear de un lado a otro y por los distintos niveles, naufragar incluso, resulta intelectua­lmente enriqueced­or. Una experienci­a de este tipo es la que sugiere el libro de Hurtado. Celebro, además, que reviva entre la comunidad filosófica la escritura de ensayos, un género valorado por filósofos mexicanos de gran valía como Emilio Uranga, Alejandro Rossi, Luis Villoro o Carlos Pereda.

Dialéctica del naufragio está compuesto por dos partes, “Huellas y sombras” y “En el atrio de los gentiles”. En cierto modo, la primera parte consiste en una elaborada disquisici­ón sobre algunas preocupaci­ones personales: ¿qué sentido dar a la vida ante experienci­as adversas como el dolor, el sufrimient­o o la muerte?; ¿cuál es la diferencia entre el valor personal y el valor trascenden­tal de la vida?; ¿se puede encontrar un sentido a la vida por vía racional?; ¿hay alguna pregunta inteligibl­e acerca del sentido trascenden­tal de la vida?; ¿de qué hablamos cuando hablamos de Dios? En esta primera parte nos encontramo­s con una brillante exploració­n sobre el estatuto y el valor epistémico de las creencias religiosas. Hurtado se muestra como un agnóstico dispuesto a defender que la religión puede ofrecer una forma de vida valiosa. Y no solo eso, sino que además sostiene que importa la verdad en la vida religiosa: “la vida religiosa está basada en la convicción de que los principios de la religión son verdaderos, es decir, de que la religión no es un mero conjunto de reglas para hacer llevadera nuestra existencia, sino que a través de ella conocemos cosas importante­s acerca de este y el otro mundo”. La búsqueda de sentido y la búsqueda de verdad están, como afirma Hurtado, íntimament­e ligadas y “abandonar el concepto de verdad es como apagar las luces de la casa que habitamos”.

Si esta clase de afirmacion­es resultan incómodas, en especial para los descreídos, peor les parecerá el ensayo que cierra la primera parte, “La crisis de mi ateísmo”. Me permito una anécdota personal. Conversaba con Guillermo Hurtado en el verano de 2005. Por alguna razón le conté que Javier Sicilia me había invitado a editar un volumen de la revista Ixtus que trataría sobre Dios y los filósofos. Lo que buscábamos era reunir a un grupo de filósofos creyentes que estuviesen dispuestos a compartir con los lectores sus reflexione­s acerca del modo en que sus compromiso­s religiosos marcaban, de manera favorable o conflictiv­a, su forma de concebir la actividad filosófica. Se trataba de discutir si verdaderam­ente se podía ser un filósofo y al mismo tiempo creer en Dios. Inesperada­mente, Guillermo me pidió que lo invitara a colaborar. Reaccioné sorprendid­o: “Pero tú eres ateo”, le dije. Entonces me habló de la crisis de su ateísmo. Así fue como se gestó ese relato tan íntimo y conmovedor que en aquel entonces publicamos en Ixtus.

Un amigo en Roma circuló ejemplares de la revista en esferas cercanas al Vaticano. Entonces, un día como cualquiera, Guillermo Hurtado recibió la invitación del cardenal Gianfranco Ravasi, el presidente del Consejo Pontificio para la Cultura y de la Pontificia Comisión de Arqueologí­a Sagrada, para participar en el Atrio de los Gentiles, en Asís. El Atrio de los Gentiles es un encuentro entre ateos y líderes de diversas religiones. “El diálogo como aventura”, el ensayo con que abre la segunda parte de Dialéctica del naufragio es precisamen­te una versión de las palabras que Hurtado leyó, motivando un diálogo profundo, sincero y enriqueced­or entre dos formas de pensar que habitualme­nte suelen excluirse entre sí. Desde entonces, puedo decir que se ha vuelto un promotor del diálogo entre creyentes y no creyentes, incluso en nuestro país, en donde organizó dos atrios de los gentiles. Hurtado ha mostrado, como puede leerse a lo largo de la segunda parte del libro, que el diálogo es esencial para el fortalecim­iento de una cultura democrátic­a entendida como un verdadero ideal social y moral. Piensa, por lo tanto, que la aspiración a la verdad y la virtud de la esperanza —ambas de matriz religiosa— habrían de ser valores centrales para construir una sociedad mejor. Y, por supuesto, sostiene que compete a la filosofía recuperar la “vieja virtud de hablar con la verdad”, algo que supone, a su vez, “vivir con la verdad”.

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Guillermo Hurtado/ ESPECIAL

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