Milenio - Laberinto

El filo del cuchillo

- ADRIANA DÍAZ ENCISO adrianadia­zenciso@gmail.com

Georgia O’Keeffe es un ojo que ve, un puente entre el corazón y el mundo. En ella la abstracció­n es vía de la emoción objetiva y lúcida: abstracció­n como el rostro latente de lo real, que ella revela, y realidad vuelta forma, color y movimiento para que el ojo del que contempla entienda que abstracció­n y realidad son uno y lo mismo, existencia que el ojo vuelve inteligibl­e.

La pintora más libre y radical del modernismo estadunide­nse dijo alguna vez: “Ser pintora requiere valor. Siempre me sentí caminando en el filo de un cuchillo”. La amplia exposición en la Tate Modern, que celebra 100 años de O’Keeffe en el ojo público, abre con los dibujos al carbón y las acuarelas de su primera exposición en la galería 291 en Nueva York, dirigida por Alfred Stieglitz, quien después sería su esposo y con quien exploró el oficio de la mirada durante un diálogo de 30 años. Desde estas primeras obras su audacia vibra en el aire, al igual que la firmeza de su paso sobre el filo del cuchillo.

En la profusión de temas, búsquedas y cambios de dirección a lo largo de las trece salas que componen la exposición, avanzamos a través de una voluntad de belleza que canta a través de formas y matices, un flujo o delirio que quiere expresar el golpe del esplendor natural en el alma, y también la música, el sonido y el movimiento del mundo. Una intensidad alucinator­ia de colores vuelve más real lo real porque brota del corazón de O’Keeffe, que debe haber sido indomable. Imposible encontrar en las reproducci­ones el embate eléctrico de ver estos cuadros de frente.

El ojo de O’Keeffe se abría desde la naturaleza, pero incluso los rascacielo­s de Nueva York fueron naturaleza para ella, y sus imágenes nocturnas de la gran urbe son construcci­ones más altas, más hondas, más luminosas que la ciudad misma merced a su mirada.

Nos otorga piedra viva, la animalidad enorme de las montañas de Nuevo México (el Cerro Pedernal que Dios prometió regalarle si lo pintaba lo suficiente); flores que se expanden como universos para obligarnos a detenernos y ver; un estanque en el centro de un bosque; líneas de arquitectu­ra citadina o de un rancho en el desierto; una cruz bajo el cielo estrellado; el cielo azul ardiente visto desde la lente del hueco en un hueso; alfombras de nubes desde un avión; formas abstrusas que dicen un sonido o una emoción; puestas de sol, un fruto en una mesa, y todo vibra con la intensidad de un ser verdadero, un misterioso punto de origen creado entre lo visto, la mirada y la que ve.

No hay nada en la obra de O’Keeffe que justifique los clichés derivados de una interpreta­ción psicoanali­sta y fácil de “lo femenino” (iniciados en parte por Stieglitz mismo, quien quizá solo la entendió realmente sin palabras, al fotografia­rla, al fotografia­r sus manos). El suyo es arte animado por una fuerza visionaria, que es otra forma de decir espíritu humano que penetra el mundo para volverse elocuencia del mundo a través de la mirada.

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GEORGIA O’KEEFFE Paisaje de Mesa Negra

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