Un poeta en la penumbra
El deshabitado (Grijalbo, México, 2016), la novela autobiográfica de Javier Sicilia, es un libro incómodo, demasiado incómodo. Así es Javier Sicilia, incómodo. Para izquierdas y derechas, para la clase acomodada y para los denominados “ultras”, para los redentores políticos, para Felipe Calderón y sus lazarillos, para el gobierno de Peña Nieto, el de Graco Ramírez y demás mafiosos, para ciertos jerarcas católicos, para las diversas esferas de poder, para los aficionados al linchamiento anónimo de las redes sociales y los medios informativos; es incómodo, incluso, para sus propios amigos; es incómodo para sí mismo. Y a pesar de todo, Javier Sicilia es un personaje indispensable en tiempos tan fatales como éstos. Atacado, criticado, difamado, incomprendido. La voz de miles de víctimas en este país. Un hombre noble, triste, cariñoso, iracundo, categórico, reflexivo, enérgico, sincero, espiritual, roto, atormentado. No es para menos: “Tanto amor y no poder nada contra la muerte” (César Vallejo).
El deshabitado es un relato que nunca debió suceder. Con admirable franqueza, Javier Sicilia narra en tercera persona su propio calvario, el asesinato de su hijo Juan Francisco, sus tormentosas cavilaciones acerca del mal, su crisis espiritual, la transformación de sus relaciones familiares y amistosas desde la tragedia que cambiaría su vida, sus estancias en la abadía de Saint-Antoine, la conformación del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, las marchas y las caravanas a lo largo del país y en Estados Unidos, sus encuentros con Felipe Calderón y con los presidenciables en ese entonces. Repleto de momentos desgarradores, conmovedores, perturbadores, indignantes, Javier Sicilia cuenta el colapso existencial de ese tal Javier Sicilia, un poeta en la penumbra.
Ha de admitirse que el estallido de violencia generado en México a partir de la guerra contra el narcotráfico tiene dos momentos: antes y después de Javier Sicilia. Antes, las víctimas —los muertos y los desaparecidos— no eran sino cifras, “bajas colaterales”. Con Javier Sicilia esas cifras abstractas adquirieron una voz, un rostro, una biografía. Hay otras víctimas, que también son reales: las familias que han perdido a sus seres queridos. Padres, madres, hermanos, familias enteras llorando sus pérdidas. Es incomprensible —un misterio, tal vez— cómo puede soportarse todo ese dolor. Los relatos de tantas personas dolientes en cada marcha, en cada mitin, en cada encuentro, nos hacen sospechar que el mal ha instalado su domicilio en la Tierra. El deshabitado es precisamente una profunda reflexión sobre la maldad, no sobre el mal abstracto al que se refieren teólogos y filósofos, sino sobre la maldad encarnada en los criminales y asesinos, la maldad como una verdadera amenaza que se cierne sobre cada uno de nosotros en este reino de violencia que es México.
Para Javier Sicilia el mal absoluto es esa ausencia de compasión y benevolencia, esa falta de humanidad en aquellos que son capaces de torturar y aniquilar a otros seres humanos. El mal es la renuncia a la empatía y la solidaridad con los demás seres humanos; es el rechazo a considerar el mundo y la vida como patrimonio compartido de la humanidad; es la tentación egoísta de apropiarse de todo bien y toda persona, de aniquilar a los otros y de permanecer en la indiferencia ante el dolor de los demás. El mal, como lo deja bien claro Javier Sicilia, es el apoderamiento del mundo sin algún tipo de límite o sentimiento moral de por medio. Tras la pérdida de Juan Francisco, Javier Sicilia no ha dejado de preguntarse cómo puede anidar tanta maldad en el corazón de los seres humanos. Hallar respuestas no es sencillo. En su búsqueda, la fe se tambalea y las certezas son cada vez más inciertas. Lo más probable es que no existan respuestas. El Dios del amor se ha tornado el Dios del terror; la fe es ahora pura incertidumbre.
El deshabitado es una confesión: Javier Sicilia renunciaría a toda la Gracia divina con tal de recuperar los abrazos de su hijo. Pero de pronto, ante tanta penumbra, Dios vuelve a estar presente en los gestos y el amor de ciertas personas, como si súbitamente hubiese decidido permanecer al lado de la humanidad y reavivar en uno que otro instante la esperanza en ella. La cavilación de Javier Sicilia es religiosa y desde ahí, hurgando en su propia fe —ahora tambaleante—, logra poner a Felipe Calderón contra las cuerdas: “¿Cómo está tu fe, Felipe?” El anarquista cristiano frente al estadista ahora descreído. Otra certeza removida: el hombre que ha desconfiado siempre de las instituciones, sobre todo de Leviatán, está sentado ahora frente al jefe de Estado. ¿Quiénes son esos dos hombres en lo más profundo de sí mismos?
Javier Sicilia elabora un perfil muy humano de Javier Sicilia: un poeta lleno de dudas y de pronto firme en sus decisiones; necio, intransigente, colérico, sarcástico, a veces arrogante; un hombre de ideas claras y fuertes convicciones morales y políticas; un padre en conflicto permanente con su adorada hija; un compañero y amante enérgico y furibundo, tierno y distante, agobiado por la distancia que a veces percibe entre él e Isolda, la admirable, fiel y paciente Isolda. Javier Sicilia describe a Javier Sicilia como atrapado dentro de una escafandra. Encerrado, casi asfixiado en esa escafandra, el poeta se resiste a asumir de manera categórica el triunfo de la maldad. Ahí dentro enfrenta sus propios demonios; desde ahí consigue inexplicablemente unas fuerzas sorprendentes para acoger a las víctimas; desde ahí es capaz de articular tantas palabras y tantos símbolos tan incomprendidos, pasados por alto; metido ahí se impone a sí mismo el silencio poético.